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Redacción PERÚ21

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Carlos Basombrío,Opina.21cbasombrio@peru21.com

No me alegra esta reflexión. Es dolida. Toledo se convirtió, a comienzos de este siglo, en uno de los símbolos de la lucha contra la dictadura y la corrupción. No por nada encabezó la histórica Marcha de los Cuatro Suyos. Por eso su crimen es muchísimo más grave. Traicionó a toda una generación que soñaba con que el Perú podía ser gobernado con un mínimo de decencia.

Mucho más grave es la decepción que sentimos quienes trabajamos durante su gobierno con la ilusión que se podían cambiar muchas cosas, para que la democracia que renacía fuese a su vez eficaz.

Es verdad que en eso nos decepcionó desde entonces. No olvido que tuvimos que salir del ministerio, la primera vez, porque sus celos enfermizos sobre la posibilidad de que Gino Costa estuviera construyendo un futuro político, lo llevaron a sabotearlo y, a todos nosotros, a renunciar con él.

Y la segunda vez tuvimos que irnos cuando fue incapaz de proteger a su ministro Rospigliosi de la censura absurda por los hechos de Ilave, quien fue defenestrado con votos del propio partido de gobierno.

Ya había por entonces, también, signos de deterioro ético, por su sistemática negativa a reconocer a su hija y solo hacerlo cuando ya no tuvo otra alternativa.

El destino de Toledo, que probablemente será la cárcel, no convierte a la dictadura fujimorista y a sus protagonistas en héroes. Simplemente aumenta en la gente (me incluyo) la decepción profunda sobre la clase política (casi) en su conjunto.

Toledo no tenía derecho a hacerle al país lo que le ha hecho.