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De niños nos jugábamos la vida en cada partido de fútbol. Celebrábamos los goles con euforia y nos picábamos groseramente cuando violaban nuestro arco. Recuerdo que definir por penales era inmensamente angustiante. Estar frente al arquero era un sorteo insoportable. Pero perder el campeonato barrial era aún peor. Llorábamos en silencio, escondidos. No aceptábamos que hubiera otros mejores que nosotros. Nos daba vergüenza salir a la calle al día siguiente teniendo que enfrentar las miradas de los demás. Y si alguien fastidiaba, teníamos alguna respuesta cerrada: el árbitro había fallado o ellos habían hecho trampa o, sencillamente, ellos habían tenido más suerte.
Las asambleas estudiantiles en la universidad eran un prototipo de nuestra cultura política, pero no lo sabíamos. Cada asamblea tenía más de arena que de ágora; por eso, después del debate, siempre había un ganador y un perdedor. Las ideas eran inmutables porque las posiciones eran irremediablemente inflexibles. Lo que estaba en disputa era la supremacía de una posición ideológica, la demostración de una superioridad moral ante unos oponentes sustancialmente equivocados. Nunca estaba en juego la transformación de la realidad, aunque "transformación" fuera la noción más aludida en esas lides. Toda la violencia verbal de entonces estaba orientada a imponerse en el acta respectiva. La retórica constituía la única realidad que nos importaba. Cuando recuerdo nuestras miradas, esos gestos afilados, creo entender por qué perduran hasta hoy algunos rencores inconfesables. Pienso en la intolerancia que los peruanos llevamos dentro, estemos en el Perú o fuera de él. Pienso en esa manera de desplegar los debates públicos con los explosivos entre los dientes.
Más grande aprendí, luego de recorrer gran parte del país conviviendo con las comunidades que fueron arrasadas por la guerra terrorista, que las contradicciones constituyen la realidad. Que los malos se consideran buenos y que los buenos pueden ser muy malos. Que siempre hay más de dos bandos. Que el Homo sapiens se sale de las reglas cuando se trata de sobrevivir. Que el dolor existe inevitablemente y que uno debe aprender a vivirlo. Que es absurdo buscar la polarización por una ilusión de pureza. Aprendí que las convicciones de hoy siempre son trastornadas por la vida.
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