Antes de presentar su renuncia irrevocable al cargo más importante del Poder Judicial, Duberlí Rodríguez accedió al pedido que le hice varios días antes, de entrevistarlo para un perfil para este espacio. De pronto recibí en la conversación de whatsapp que teníamos para esa coordinación, un emoticón levantando la mano y sin más, me dio a elegir la hora del encuentro apuntando que su agenda no estaba muy cargada. No pasarían ni 20 horas para comunicar su despedida de la presidencia y aún así el tiempo del encuentro aumentó de 40 minutos a hora y media. Algo quería contar.

Duberlí Rodríguez aseguró que no renunciaría. Se mostró firme a pesar de que uno de sus hombres de confianza me dijo en voz baja que estaba golpeado y mientras caminábamos a la modesta oficina que prefirió ocupar durante su paso por la presidencia, tal vez a modo de despedida —y con cierto desprecio por el lujo— recorrimos los salones más elegantes del Palacio adornados con cortinas, mesas y sillas versallescas aunque algo ajadas.

Hay dos justicias, me dijo a la vez que me mostraba el látigo con el que me dejó fotografiarlo: La justicia ordinaria que es la justicia del Poder Judicial y la justicia indígena; la justicia campesina; la justicia comunal. Parecía totalmente contradictorio escuchar a la representación máxima de la primera de las justicias decir que la segunda de ellas era sin duda la más eficiente. “Esto no es fusil, ni es un garrote pero castiga, duele, avergüenza y tras su uso no hay reincidencia”. Duberlí Rodriguez, de profesión abogado reconocía mientras relataba un ejemplo de juicio comunal, que los abogados enturbian los procesos, que si la justicia campesina funciona es porque esos personajes no participan de aquellos juicios: Otra contradicción que quizá enfrenta la realidad de su cuna humilde —como la describe— con la de sus logros; la de una infancia anónima y dura con mínimas posibilidades de estudio y superación —como tantas en nuestro país—, versus las décadas de esfuerzo y disciplina transformadas en títulos, en reconocimientos y en popularidad.

Cuando me dice que siempre ha pensando en ser algo mas grande y aclara que habla en términos profesionales, me atrevo a conversar sobre su estatura. Me confiesa que mide un metro cincuenta y seis centímetros, que ha pesado casi toda su vida 42 kilos y que como jinete le hubiera ido muy bien. Acepta entonces que su empuje, tal vez nace como un mecanismo de compensación y hasta me habla de cierto complejo que uno puede desarrollar por esas pequeñeces, sin embargo después le atribuye su empuje al ejemplo de sus padres, que según dice tenían una fuerza ciclópea.

DR asegura que no habrán audios que lo comprometan directamente. Que no lo escucharemos en conversaciones indebidas. Jura estar asqueado y hasta sorprendido de lo que se esta conociendo pero se vuelve a contradecir cuando dice que no percibió lo que estaba por venir pero que si tenía sospechas, aunque no pruebas, de algunos malos elementos en el sistema judicial.

En su ordenada y ambiciosa escalada hacia sus metas, este escándalo es algo así como la mala suerte o peor aún, una pena porque ha explotado en su gestión. Tal vez para el doctor este es el primer tropiezo que registra su impecable hoja de vida dentro de una institución nada limpia. Una mancha que podría, a partir de tantas voces grabadas, terminar ensuciándolo o quizá no.

Mientras tanto volverá a ser juez, pronto se reincorporará a la vida docente, a la defensa libre y también a la política. Eso incluido, como ya se sabe, quizá un intento por alcanzar la presidencia del Perú: “En mi vida no descarto nada. Yo siempre trato de subir un poco más, un poco más arriba”.

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