La clase media alta despierta un gran interés de las empresas por su capacidad de compra. (Foto: GEC)
La clase media alta despierta un gran interés de las empresas por su capacidad de compra. (Foto: GEC)

En 1821, a 150 kilómetros de la capital, don José de San Martín declaró el inicio de la guerra final de independencia. Fue una manifestación de intenciones. Una exclamación grandilocuente que daba cuenta de una expectativa continental. La independencia militar, la desvinculación de la corona española, vino tres años y medio después en Ayacucho, con el liderazgo de otros militares amigos. La independencia política se sellaría recién en 1836.

Los peruanos celebraremos el bicentenario en dos años. Corresponde a nuestro imaginario nacional. El balcón de Huaura siempre fue más vistoso en los libros escolares que las pampas de Junín y de Quinua. Es un símbolo de cómo los peruanos preferimos celebrar la expectativa antes que la realidad. De cómo nos cuesta encarar, y sostener, las grandes batallas colectivas.

La clase política posfujimorista ha sido tan corrupta como la fujimorista. Nos acostumbramos a votar por el mal menor siguiendo declaraciones tramposas. Dos décadas después nuestra institucionalidad es un desastre. No hubo más opciones sencillamente porque no las generamos. No refundamos el sistema político, solo hubo Marcha de los Cuatro Suyos. Nunca entramos a la pampa, nos basta con que el mediocre Congreso sea tratado como una piñata mientras las mayorías no comprenden el sentido de las reformas que el país realmente necesita.

Nuestra economía también ofrece síntomas de agotamiento. La fórmula que hizo posible triplicar el PBI, reducir la pobreza y expandir el mercado interno, trastabilla. La minería funcionó como un importante promotor de ese crecimiento pero hoy está pasmada, sin inversión en nuevas exploraciones y nuevos proyectos. El bloqueo social no es arbitrario: los peruanos ya no tenemos claro cuáles son sus beneficios, especialmente a nivel local. En vez de plantearnos seriamente qué queremos hacer con esa industria, nos distraemos con manifiestos altisonantes, con protestas sin propuestas. Y en el camino desaprovechamos la renta minera para transformar los territorios donde opera y diversificar la economía nacional.

El largo plazo nos resulta tan etéreo como los signos que componen el escudo nacional.

Una república sin liderazgos que aspiren a renovar el contrato social. Un país sin agenda para aprovechar lo avanzado y acabar por fin con la corrupción y la pobreza. Una nación desubicada.