Ventanilla: Policía va a la cárcel por coima. (USI/Referencial)
Ventanilla: Policía va a la cárcel por coima. (USI/Referencial)

Ya lo sabemos. Entre la coima que le damos al policía de tránsito cuando nos pilla y el millonario soborno de las constructoras locales y latinoamericanas, la diferencia es de escala. En ambos casos se infringen las leyes a favor de uno. Existe entre nosotros un mecanismo perverso que nos lleva a resolver de esa manera ciertos problemas cotidianos o a buscar la ruta más corta para alcanzar alguna gran meta. Por eso es tan difícil romper el espiral de la corrupción. Hasta el menos pensado, cae. Nadie puede decir que está libre de peligro.

Sin embargo, ambos extremos tienen impactos distintos. Los que roban millonadas al Estado, siguiendo métodos sofisticados y utilizando fachadas complejas, no solo están sangrando empeñosamente el erario público sino que están boicoteando el desarrollo de millones de familias, especialmente de aquellas hundidas en la pobreza y la desesperanza. La gran corrupción es el equivalente a la traición a la patria. Significa operar a favor del enemigo. Es desprecio puro y duro.

Cuando un empresario y un funcionario se coluden a costa del país para lograr sus objetivos, funcionan igual que un narcotraficante. No les importa de dónde venga su supuesto éxito. Aunque el narcotraficante es consciente de su pequeñez: quiere consumir a lo grande y necesita gritarlo en todas partes, sin ocultar que sus medallas provienen de la trampa. En cambio, el político que alcanza el sillón municipal o presidencial a través de métodos ilícitos está demostrando a escondidas que lo suyo no es la vocación de servicio ni la inclinación por la trascendencia. No importa si es de derechas o de izquierdas. Lo suyo es traficar con la esperanza de los demás. Un empresario que alcanza el éxito y tiene el nivel de vida que muchos envidian gracias a la corrupción es un miserable que degrada el valor del emprendimiento y la generación de riqueza colectiva. Su prestigio es de mentira. Su ejemplo es hueco.

Son delincuentes, sin distinción de qué bandera agiten o qué justificaciones imaginen. Sus discursos son espejismos. No les importa arrastrar a confiados e inocentes. Ni a sus familias.

Por eso deben ser castigados implacablemente mientras no reconozcan sus errores ni se entreguen a alguna forma de redención. Son muy peligrosos. Destruyen la confianza básica que toda sociedad necesita para funcionar. Son como el cáncer: mata.

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