Cachorro. (Getty Images)
Cachorro. (Getty Images)

La señorita se equivocó y había que sacarle a mi hijo otra muestra de sangre. Le dije que no había problema, que lo volveríamos a hacer. Pero me duele, papá. Escuché su voz afónica como la mía, pero de 9 años. Lo sé, pero ya estamos aquí y es necesario que la doctora tenga la muestra completa.

Vamos, tú puedes, ¿estamos? Vi su carita de resignación, pero no me conmoví. Insistí con cariño. Habíamos ensayado en la casa cómo debía respirar para relajar el brazo y hacer que el pinchazo fuese menos doloroso.

Le había ido bien en la primera pinchada, pero Vicente había puesto toda su capacidad de concentración en ese turno. Tomó aire. Ya pues, pa, vamos.La segunda enfermera fue tan buena onda como la primera. Mientras él miraba de reojo la aguja, yo lo ayudaba a respirar. Inhala, muy bien, ahora exhala despaaciiio. Mientras lo asistía, algo en mi interior se abría. Me gustaba verlo allí, dócil como él no es. También me gustaba verlo pasar ese indeseable momento con entereza. No pude no volver a mi infancia. No tengo recuerdos de mi padre conteniéndome con cariño. Tal vez alguna vez fue tierno, pero no lo recuerdo. Lo suyo era la rudeza. Su manera de tallarme era drástica. Yo juré no ser de grande como él. Sin embargo, en varios aspectos salí a mi viejo y hasta repetí sus errores más idiotas, pero con mis hijos espero haber aprendido a hacer las cosas de otro modo. Me ha costado mucho trabajo. Esa mañana, Vicente y yo estábamos viviendo una anécdota, pero para mí se convirtió en otra cosa. De pronto, ese niño frente a mí era yo, pero con el papá que hubiera querido tener. Estaba orgulloso de él por su aguante y triste por mí, por mi pequeña orfandad.Cuando salimos del laboratorio, tuve la tentación de llevarlo a otro lado, a tirar piedras a la orilla del mar, a buscar una heladería a las 7 y 30 de la mañana. Por supuesto que no lo hice. Cuando llegamos a la escuela nos reportamos en la Secretaría de Primaria y lo hicieron pasar al toque. Me quedé espiándolo desde lejos. Lo vi caminar con su mochila bien puesta y sus pasos seguros. Tocó la puerta.

Su profesora abrió y lo recibió con una sonrisa. Un niño de un metro y treinta y tantos centímetros con sus preferencias y pequeños secretos a veces se le ve autosuficiente. Pero ante las agujas yo lo sentí como un pequeño felino buscando una rama para no hundirse. Esa mañana fui, de nuevo, su rama y él, la mía.

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