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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

No teníamos celulares ni mucho menos internet. Mi vida era escribir y escribir y soñar con publicar. No pensaba en el dinero. Tenía unos ahorros y estaba dispuesto a invertirlos en la novela, alguien tenía que financiar ese sueño y no había nadie más que yo mismo.

Cuando la novela salió, mi vida cambió, pero no de la manera que había soñado. En mis sueños, tenía que ser posible ganarme la vida como escritor, no como periodista, no como hombrecillo de televisión. La novela fue un éxito, vendió bien, fue traducida, pero las regalías demoraban en llegar y eran poca cosa. A duras penas recuperé lo que había invertido en escribirla. Las circunstancias familiares, que son las que dictan las urgencias, las cuentas por pagar, me hicieron ver que, de momento, no era posible vivir dignamente (tampoco indignamente) como escritor. Tuve que rendirme, volver a la televisión, pero me aferré a la ilusión de que la próxima novela me salvaría de esas vergüenzas y me instalaría en el mundo soñado. Estaba por cumplir treinta años y mi idea de la felicidad se reducía a escribir todos los días lo que me diese la gana y tener un editor leal que publicase mis libros.

No tardé gran cosa, apenas año y medio, en publicar otra novela, una variación de las obsesiones que habían encendido la primera. Esperaba repetir el éxito del debut o mejorarlo. Esta vez, sin embargo, las críticas no fueron buenas (algunas fueron directamente malas) y las regalías menguaron tanto que ni siquiera hubiera sido posible pagar con ellas mis gastos personales, ya no digamos los de mi esposa nuevamente embarazada y mi hija.

Cuando nació mi segunda hija, había cumplido treinta años y el sueño de vivir como escritor no se había desvanecido pero había sido pospuesto indefinidamente, digamos por cinco años. Con suerte, y sin hacer concesiones, y aferrándome a las historias que de veras pareciesen urgentes, inevitables, y cumpliendo el sagrado ritual de escribir todos los días tuviese ganas o no, estuviese o no inspirado, llegaría, si acaso, el momento, sumando novelas, acumulando regalías, en que los depósitos anuales a mi cuenta serían lo bastante alentadores como para renunciar de nuevo a la televisión (ya lo había intentado dos veces, con pésimos resultados) y hacer la vida espartana del escritor a tiempo completo que no se vende al sistema ni pacta unos trabajos laterales, alimenticios. Había que seguir escribiendo a la espera de que llegase el premio mayor, era cuestión de perseverar.

Todo salió bien distinto a como estaba planeado, y no me quejo, solo voy contándolo. Cuando cumplí treinta y cinco años, organicé una fiesta para celebrar no mi independencia como escritor sino mi éxito en la televisión. Había firmado un contrato con un canal importante y me sentía millonario. En rigor, no lo era, pero contaba el dinero imaginario que se suponía estaba por ganar y entonces era ya millonario y me parecía apropiado celebrarlo, celebrarme, celebrar en grande no mi éxito como escritor, más bien discreto y discutible y apuntando a la baja si lo medíamos por el dinero, sino mi tremendo éxito como hombrecillo de la televisión. Al parecer, los sueños habían cambiado, la realidad los había contaminado y ahora ya no parecía importante ganarme la vida como escritor, antes había que vivir la vida del millonario de la televisión, que, en sus ratos libres, como pasatiempo creativo, publicaba una novela cada dos años.

Medio año después, así se aprenden las cosas, me habían despedido de la televisión, con lo cual, todavía con mis celebrados treinta y cinco, y con un estilo de vida de millonario a cuenta del dinero por ganar, me di con la sorpresa de que, además de fracasar en el plan original de ganarme la vida como escritor, ahora me las ingeniaba también para fracasar como hombrecillo insólito de la televisión cuyo programa había sido cancelado. ¿Cómo podía ser todo eso posible? ¿Cómo se me negaba el éxito tan sañudamente? Y ahora, ¿qué debía hacer? Ya sabía que los libros no dejaban dinero y solo traían problemas y enemistades y rencores y toda clase de reproches y recriminaciones. Ahora venía a enterarme de que la televisión podía arreglárselas muy bien para vivir con entera prescindencia de mí. Tenía que ser una conspiración, algo tan injusto no podía durar mucho tiempo.

Hice lo que pude. Con dos hijas en el colegio y un divorcio a cuestas y las ilusiones literarias muy diluidas, conseguí, rogando un poco, un pequeño lugar en la televisión, al que solo supe sacar provecho un año o poco más, luego me sugirieron que tomase un sabático y me dedicase con todo, sin descanso, a la literatura. Yo no quería dedicarme tanto y con tanta pureza a la literatura, pues sabía que allí encontraría la ruina económica. Sin embargo, la televisión me obligó, muy a mi pesar, a retirarme como viuda condolida y acotar mi presupuesto para ver si, después de todo, acercándome a los cuarenta, podía vivir la vida soñada del escritor.

No fue posible. Haciendo malabares, exprimiéndome para gotear unas cuantas novelas más que ya no salían a borbotones, confinándome a vivir en una casa llena de arañas y hormigas, vendiendo el auto, montando en bicicleta, logré vivir cuatro años (que ahora parecen una vida completa) sin hacer otra cosa que escribir novelas (tres, ninguna me hizo rico, todas rozaron la medianía o el fracaso, según cómo se mire) y columnas periodísticas semanales. Cumplidos esos años, y ya sobrepasando los cuarenta, tuve que rendirme de nuevo, esta vez con la certeza de que sería para siempre, y conseguir, rogando por aquí y por allá, un pequeño programa en la televisión que me permitiese remontar la adversidad y pagar las cuentas familiares, que, lejos de decrecer, así debía de ser la vida, iban en franco aumento.

Tuve suerte porque alguien se apiadó de mí y me empujó de regreso en esa caja a prueba de bobos que es la televisión. Oficialmente, la carrera de escritor era una curva de bajada. Para mi estupor, la bajada había comenzado con la primera novela. No por eso me iba a retirar: la gran novela que me haría famoso tenía que estar escondida en algún pliegue recóndito de mi memoria, era cuestión de seguir buscando, revolviendo el polvo, hasta encontrarla.

Vinieron entonces, inesperadamente, o muy esperadamente en lo que a mí respecta, unos años buenos en la televisión, que permitieron olvidar los fracasos literarios y ahorrar algún dinero. Los recuerdo ahora como los años de la bonanza o la prosperidad. Fueron cinco, no estuvieron mal, no me quejo. Pudieron ser más, claro, pero también pudieron ser menos o ninguno, hay que ser agradecidos. Con los libros había perdido toda esperanza de ganar dinero, la meta se había rebajado tanto que ahora lo que daba ilusión era encontrar un editor que me siguiese publicando no solamente en el Perú, también en España, donde había comenzado mi carrera y cada vez era más arduo encontrar lectores. ¿Adónde se habían ido? ¿Habían perecido? ¿Por qué habían desertado de mí? ¿Ya no conseguía excitarlos? ¿Los aburría? ¿Me repetía? Así hemos llegado a la edad improbable de cuarenta y ocho años. De nuevo, y ya perdí la cuenta, publico una novela, La lluvia del tiempo, y pienso que es la mejor y me asalta la pueril ilusión de que esta vez acertaré y el público recompensará sino mi talento al menos mi terquedad. Y me digo que cuando cumpla cincuenta años será posible retirarme de la televisión y vivir, por fin, el sueño tantas veces aplazado del escritor que no se maquilla ni hace morisquetas ni sonríe a sueldo. Cuando cumpla cincuenta años, y si los lectores así lo estiman conveniente, seré un escritor a tiempo completo. Como hace más de veinte años, cuando todo comenzó, mi suerte está en el aire, suspendida, y caerá, cara o sello, en la palma de un lector incierto.