Es probable que, para muchos, la figura de Jordi Pujol sea desconocida. Pujol, político de retranca, fue presidente de Cataluña hace 40 años por más de 20. A diferencia del actual presidente catalán, nunca consideró que el ser catalán estuviera reñido con ser español.

Líder del (bien entendido) nacionalismo catalán, encarnó la esencia del ‘seny’ –sentido común– catalán, que tan bien ejerció. Ello le permitió llevar los intereses catalanes a Madrid sin que nadie se sintiera ofendido. Ni postergado.

Casado y padre de siete hijos, se enfrenta desde hoy al oprobio de ver su nombre, el de su señora, Marta Ferrusola, y el de sus hijos como integrantes de una organización criminal dedicada durante décadas (las del poder) a obtener cantidades ingentes de dinero.

Estamos ante otro político (político o rey, tanto da) que arroja su fama por la borda en nombre del vil metal. Lo que quizás empezó como un juego peligroso terminó convertido en una red compleja con un solo objetivo: amasar una fortuna.

Un ministro socialista, asqueado por lo que ha puesto en evidencia la decisión judicial, declaró que estamos ante el retrato de una época. No nos equivoquemos, es el retrato del ser humano. Que no entiende que la gloria no requiere del vil metal. O sí lo entiende, pero cree ser más hábil que nadie y que sus fechorías no saldrán a la luz.

Siete años le ha tomado a la justicia desenmarañar las complejas actividades de la organización criminal. De ello, me gustaría destacar una lección: lo importante no es meter en prisión a estos delincuentes con carácter inmediato, antes de juicio. Pujol no ha pasado por esto. Pero a sus 90 años, sin uso ni abuso de la prisión preventiva, le caerá el peso de la justicia. No habrá perdón para el corrupto.

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