Llegué al Perú como magistrada española para trabajar en un proyecto de la Unión Europea en materia de justicia. Era noviembre de 1995.
Como es sabido, soy peruana, pero fue como miembro del Poder Judicial español que fui designada en dura lid para ocupar el puesto.
La información que tenía de Fujimori estaba totalmente influenciada por la prensa española. Nunca gozó de la simpatía de estos medios. La mano de Vargas Llosa era muy larga. Y jamás se le perdonó haber derrotado a la estrella. De ahí mis prevenciones acerca de lo que a nivel oficial podría encontrar.
Fueron los europeos con los que trabajé quienes socavaron mis prejuicios. El gobierno de Fujimori estaba consiguiendo mejoras institucionales increíbles, me informaron. El jefe de la cooperación española, “mi” jefe, me sacó de mi inicial estupor explicándome, a modo de ejemplo, que el director de El País acababa de entrevistar en Lima a Fujimori, quedando impresionado con el personaje.
Muy pronto pude ver que, en efecto, mi visión tamizada por los prejuicios europeos no se correspondía con la realidad cotidiana.
A nivel de mi trabajo solo encontré ventajas. Pusimos en marcha la Academia de la Magistratura que todavía funciona. Aunque siga habiendo mucho por hacer.
Muerto Fujimori, debería ser el momento de librarnos de prejuicios, tanto a la izquierda como a la derecha.
Cometió graves errores. El primero, considerarse imprescindible. Defecto que parece marca de los gobernantes. Y por la que asumen estar justificados para violar derechos. O apartarse de los principios constitucionales.
Fujimori ya entró en la historia del Perú. A él no le debemos nada. Al Perú sí, explicar por qué surgió; por qué tan, lamentablemente,
terminó.