“La cifra alcanzada por quienes exigen un cambio dramático es más elevada de lo que se quiere hacer creer”. (Foto: Archivo /GEC)
“La cifra alcanzada por quienes exigen un cambio dramático es más elevada de lo que se quiere hacer creer”. (Foto: Archivo /GEC)

He escuchado innumerables veces que en el Perú no prosperaría un sistema como el de Venezuela; que con la cantidad de emprendedores que han logrado cumplir sus sueños, el espíritu del capitalismo es evidente y, en el momento del voto, ese sería el espíritu triunfador. El discurso caviar y los coqueteos con la izquierda son solo eso: un guiño o, a lo más, un tropiezo rápidamente enmendado.

Por más que muchos analistas coincidan en que la mayor parte de los votantes optaron por candidatos que no representan cambios radicales, la cifra alcanzada por quienes exigen un cambio dramático es más elevada de lo que se quiere hacer creer. Si a eso sumamos el fanatismo del antivoto por Keiko, la cosa se puede poner complicada.

Si bien el aumento de la pobreza debido a la pandemia y malas medidas del Gobierno pueden haber influido en ese voto de repudio al sistema, también es cierto que sigue habiendo una parte importante de la población que no tiene (o al menos así lo cree) nada que perder y está dispuesta, por desesperación y también resentimiento (que hay un componente de odio en muchas expresiones) a dejar que se arriesgue lo avanzado, porque parece poco.

No basta que la clase dirigente del Perú reflexione cada cinco años. Son cinco años en los que el Estado es dejado en manos de quienes no han sabido aprovechar los recursos para reducir las brechas. Porque recursos ha habido: allí están los presupuestos no utilizados, los medicamentos no comprados y los hospitales, escuelas y carreteras no construidos. Ojalá este sea solo un nuevo susto que nos haga reaccionar. De una vez.


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