Solitario
Solitario

Pudiera pensarse que el presidente Martín Vizcarra manifiesta un liderazgo, hasta cierto punto, inédito en el país. (Es populista, pero su retórica no sigue fines autoritarios. Ejerce el poder, no para perpetuarse en él, sino para asfixiar a sus rivales. Aunque la clase política lo percibe aislado, la soledad no le incomoda. Ni parece pesarle el hecho de carecer de partido y de bancada. Solo confía en un círculo hermético, en el que encomia la confianza así venga con mediocridad). Sin embargo, estos rasgos del liderazgo vizcarrista son, más que atributos de un estilo personal de dirección, cualidades de la política “del interior del país”. Vizcarra, como otros políticos “provincianos” que alcanzaron figuración nacional tras la crisis del “elenco estable”, se forjó en el canon político regional: estructurado por una extrema desconfianza y poco gregario.

Como señalé en alguna oportunidad, toda autoridad subnacional debe ser cauta con aquellos a quien venció en comicios y, sobre todo, con su compañero de fórmula. Ya sea mediante revocatoria o vacancia, el teniente alcalde o primer consejero regional podría beneficiarse de una eventual caída de su superior. Dado que los vínculos que unen a los integrantes de movimientos regionales u organizaciones independientes suelen ser circunstanciales y oportunistas, la posibilidad de una traición está latente. Recordemos el caso (extremo) de Ilave, donde una turba enardecida se cobró la vida del alcalde Cirilo Robles, instigada por su teniente alcalde.

A ello se añade que la imposibilidad de reelección destruye los incentivos para construir equipos de largo aliento. La prohibición de reafirmar o castigar el desempeño de las autoridades subnacionales ha recortado el horizonte político de los representantes hasta el inmediatismo. Perdida la promesa de posteridad, la acumulación de capital político se destina al escarnio, al asesinato de la reputación de los rivales. Actualmente, las carreras políticas prescinden de proyectos colectivos, de delfines y de herederos. Sin técnicos ni colaboradores, escalar a nivel nacional –gracias a “buenas prácticas” o al miedo en el establishment– es como jugar solitario.

La tendencia solitaria de políticos como Vizcarra es inteligible, si a los determinantes institucionales –revocatoria y no reelección– se aúnan una cultura política antilimeña y una dinámica “movimientista” de la conflictividad social. Tales factores generan –paradójicamente– una percepción popular positiva: carentes de compromisos y fungiendo de outsiders. El resultado: buenos políticos y malos gobernantes, como quien habita en Palacio.


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