Hace unas semanas, la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, sorprendió al mundo al anunciar su renuncia, indicando que no postularía a reelección a pesar de una alta popularidad y una excelente gestión durante la pandemia. Estadísticamente, Ardern lideró una respuesta que cobró una de las menores muertes en exceso frente al COVID-19 (Perú, en contraparte, fue el país con la peor gestión en el mundo, lo que también debería darles contexto a las protestas actuales).
La neozelandesa, que se había convertido en un ícono de liderazgo femenino y millennial, nos dejó una nueva lección valiosa al desprenderse del poder de manera digna, bajo sus propios términos.
Los estudiosos de historia y del cine saben que siempre juzgamos de manera favorable a esos líderes reacios, desde Marco Aurelio a Jon Snow. En las sabias palabras de Dumbledore a Harry Potter: “Quizás los más capacitados para ejercer el poder son los que nunca han aspirado a él”. No es casualidad que líderes transitorios en el Perú como Paniagua y Sagasti siguen ganando estatura, mientras los angurrientos de poder se achatan cada vez más.
En medio de una espiral de caos y violencia, hay un tímido consenso de lo que se requiere para intentar frenar la crisis: una ruta clara de transición de poder y nuevas elecciones.
Lamentablemente, la solución pasa por el Congreso de la República, una entidad que no deja de sorprender por su falta de vergüenza y cínico oportunismo. En la izquierda insisten con el chantaje de la Asamblea Constituyente; en la derecha se aferran a una fecha que nunca debió estar escrita en piedra; los más conchudos tienen la desfachatez de avanzar sus agendas personales.
Pedirle reformas a este Congreso es iluso. A estas alturas solo debemos exigir una fecha clara que permita unas elecciones transparentes. El resto es teatro, aferrarse al poder mientras el país se desangra.