En tiempos en los que la clase política en el poder pareciera concentrarse en sus propios intereses, olvidarse de servir a los ciudadanos —sino incluso ir contra ellos— y alejarse cada vez más de los valores democráticos, quienes nos identificamos como demócratas o simplemente queremos vivir en libertad, la criticamos y nos diferenciamos de ella. Es fácil hacerlo cuando estamos hartos de una Dina Boluarte que no responde a la prensa por casos de corrupción, que se burla del hambre de los peruanos o cuando su ministro Morgan Quero llamó ratas a las víctimas de las protestas, entre tantos ejemplos que nos da este gobierno como algunos de sus predecesores.
Lo es también frente a un régimen criminal y asesino como el de Nicolás Maduro, al que un pueblo valiente sigue enfrentándose y ha expresado por las urnas su abandono. Y se observa esta separación entre gobierno y ciudadanos cuando estudios como el Informe Latinobarómetro 2024 muestra que los venezolanos están entre quienes se autoclasifican más hacia la derecha en América Latina. Sin embargo, no siempre es tan claro distinguirnos de nuestros gobiernos.
No lo es cuando quienes dirigen un país están más cerca de nuestras ideas políticas y económicas, y quizás incluso los hemos votado. Es ahí cuando resulta más relevante recordar que no somos nuestros gobiernos. Hay que retornar a nuestra individualidad, a nuestros derechos, libertades, opiniones y vernos en la posibilidad de disentir en todo lo que creamos.
Quizás, ideas como “el Estado somos todos”, que muchas veces se repite bienintencionadamente desde etapa escolar, no ayudan en un país en el que los ataques a la democracia son constantes y la formación en valores democráticos, insuficiente. En un contexto en el que escolares —y no solo ellos— muchas veces no distinguen estos conceptos, ideas como estas pueden ser confusas sobre nuestro rol en una democracia, nuestra posición frente a un gobierno y nuestra individualidad.
El último Estudio Internacional de Educación Cívica y Ciudadanía (ICCS) que se hizo a Perú (2016) —y del que urge ya uno nuevo— nos indica, por ejemplo, que solo uno de cada tres estudiantes tiene la capacidad de identificar la democracia como sistema político.
Apostar por la educación democrática, resaltando siempre nuestra individualidad frente al colectivo y la capacidad de disentir, juega un papel importante frente a la polarización y el autoritarismo. Nos previene de gobernantes que intentan ganar a las mayorías contraponiéndolas contra ciertos individuos o grupos de oposición. Muchos son expertos en crear narrativas y despojarnos de lo individual apelando a palabras talismán como “pueblo”—cuando en realidad se refieren al gobierno, el Estado o a lo que se les antoja—.
Esto no quiere decir que no tomemos responsabilidad como ciudadanos y que todos los problemas que nos aquejan sean culpa de las autoridades. Más bien, fortalecemos el criterio propio con el que evaluamos nuestra participación política, desde la más básica, como informarnos frente a las opciones que tenemos frente a elecciones, u otras formas más complejas, como ser parte de iniciativas ciudadanas o militar en un partido político.
Es importante no caer en la trampa de reducir nuestras identidades frente a las acciones de un gobierno. Tenemos la capacidad de exigir siempre justicia, transparencia, respeto a nuestros derechos y libertades frente quien esté en el poder, y de no convertirnos en una masa que aplauda o rechace sin ninguna reflexión.