Dediqué unas breves y amables vacaciones a tres tareas centrales: velar por el cuidado de una madre tremendamente anciana, solicitar la renovación de un DNI vencido y, no menos intrigante, tratar de descifrar la visión del mundo de tres gatos domésticos. Lo primero fue complicado. Lo último fue inútil.
Atender a la madre anciana es ley de vida inevitable y posible determinante de consecuencias futuras. Algún día todos dependeremos de que alguien se acuerde de nosotros. No hay certeza al respecto, pero usualmente todo lo que haces o dejas de hacer regresa para recordártelo.
Mi madre no tiene ninguna enfermedad grave, salvo la grosera acumulación de años. Es algo agridulce tener vida cuando esta se reduce, un día intenso, en subir y bajar de una cama. En todo caso, la observación detenida de la longevidad hizo entender que desde hace buen tiempo se pagaba un seguro médico ya inútil a su edad y condición. Su doctor lo confirmó. Me llamó la atención, aunque no tanto, que la compañía de seguros no advirtiera de la inutilidad del servicio que estaba contratando. Para qué. Es un negocio.
La renovación del DNI es una de las cuotas de maltrato ciudadano que todo peruano parece estar condenado a acatar. Tal como agregarle ají a todo, es un daño burocrático consustancial a nuestra nacionalidad.
Durante algunos días intenté resolver la renovación a través del aplicativo del Reniec. Según explicaba la web, bajo esa modalidad el trámite era virtual, con reconocimiento facial, y uno mismo se hacía la foto. Las bondades de la tecnología en plenitud peruana.
El aplicativo nunca funcionó a lo largo de cinco días seguidos. El mensaje repetido de la pantalla se convirtió en mentada de madre blanquirroja: “Error en los servicios”. Intenté más tarde.
En dos oportunidades fui por gusto al Reniec. La primera vez consideré una exageración ir a las 5 de la mañana como se sugería. La segunda vez fui un lunes, más temprano. Resulta que el lunes es el peor día. La mayoría agrupa los pendientes penosos para después del fin de semana, triste ilusión.
El tercer día fue un martes. Me enteré de que diariamente reparten 200 tickets. Esos son los afortunados que serán atendidos ese día. Mi ticket era el número 197. El cuarto detrás de mí casi llora.
La cola de espera —con ticket— fue de dos horas y cuarenta y cinco minutos. Los ancianos se apoyaban en la pared para aguantar la espera. Mamás con niños pequeños improvisaban un desayuno, sentados en la vereda. No faltaban los atorrantes de rigor que llegaban tarde pretendiendo ser atendidos inmediatamente en virtud de su naturaleza superior e importantísima. Nos volvimos una comunidad unida por el maltrato y la ineficiencia transversal. Después de la gastronomía y el dolor por el fútbol, es lo que más une a los peruanos.
Al cabo de las dos horas, el trámite se resolvió en no más de siete minutos, lo que en promedio dura un orgasmo femenino.
Al cabo de esas horas de vida consumidas por un trámite, se me cruzó lo sucedido con Luigi Mangione por la cabeza.
Este joven bien educado, de una familia solvente, atlético y apuesto, en diciembre, asesinó a balazos al CEO de una empresa de seguros de salud. Francamente, estos parásitos se la buscaron, leyó la policía en un apunte que le encontraron a Mangione al ser capturado en un McDonald’s.
Lo sucedido con Mangione, un asesino peligrosamente carismático, se ha convertido en un fenómeno social y folklórico en los Estados Unidos. Ese país, históricamente, siempre ha tenido una debilidad por el fuera de la ley que funge de vengador del pueblo desde las épocas aurorales del viejo oeste, construido a plomo limpio.
Bandoleros como Jesse James o ‘Pretty Boy’ Floyd eran considerados ‘Robin Hoods’ en botas, que robaban a los ricos para repartir a los pobres. Floyd, por ejemplo, cuando entraba a robar a un tren, revisaba las manos de sus víctimas antes de pedirles dinero. Solo se los quitaba si tenían las manos suaves y delicadas, nunca maltratadas por el trabajo duro del hombre de la calle.
Mangione no ha repartido ni redistribuido nada que un sistema privado de salud carísimo como el norteamericano impone sobre la gente. Nada. Pero su crimen lo ha convertido en sexy pero macabro antihéroe del malestar, el abuso y el maltrato de los que les son negados servicios de salud básicos. A eso se le agrega la frivolidad de quienes lo ven guapo y de linda sonrisa, banalidad sistémica, fruto del imperio de lo instragrameable.
Lo macabro es que, si Luigi Mangione fuera peruano, intimidaría a los sicarios venezolanos, asesinos sin otro propósito que el criminal. Mangione genería el pánico, ¿o cosecharía aplausos?, si apareciera en los aldededores del Reniec. Fumaría tronchos con Antauro y coincidiría en que hay que fusilar a todos bajo la consigna del “se lo han buscado”.
Trágicamente, el sexy asesino de Nueva York sería un estupendo candidato a la presidencia del Perú. Y con esto ruego a Dios no estar dándole ideas equivocadas a Mark Vito. Que siga siendo él mismo.
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