Me precio de ser parte de ese porcentaje mayoritario de ciudadanos que aborrece hasta los tuétanos a los grupos terroristas que tiñeron de sangre a nuestro país entre los años 1980 y 2000, así como desprecio a morir (comentario aparte) a los que pretenden imponer sus pensamientos totalitarios desde las esferas del poder y que tienen apariencia de piedad, cuyas vidas personales, estoy convencida, distan mucho de la santidad que pregonan.
De todo lo visto en esos años aciagos, los peruanos podemos separar la paja del trigo, discriminar, por ejemplo, a los caídos durante las protestas sociales que sobrevinieron al fallido golpe de Estado de Pedro Castillo (2022-2023), de sediciosos o filoterroristas. Aquella, en su gran mayoría, fue gente hastiada de la clase política que, no encontrando otra forma de hacerse escuchar, se volcaron por calles y plazas exigiendo principalmente nuevas elecciones generales. Crisis política que el gobierno de Dina Boluarte no supo manejar, con el saldo trágico de 50 personas civiles y un policía muertos, que se investiga aún por los operadores de justicia. De seguro, hubo azuzadores, pero eso no deslegitima el ejercicio del derecho constitucional de las masas a levantar su voz contra sus autoridades, de los tales se encargará la justicia, así como de los responsables de repartir bala a diestra y siniestra, aun contra ciudadanos que no tuvieron parte en los estallidos sociales y que estuvieron en la hora y lugar equivocado al momento de su muerte. No generalicemos pues, no los etiquetemos de vándalos o terroristas y peor aún, no celebremos sus muertes, entre los que se cuentan menores de edad, esa civilidad nos distingue de los animales.
Por todo aquello, enerva escuchar las sandeces (en mi opinión) que salen de continuo de la boca del ministro, a la sazón de Educación (qué tragedia), Morgan Quero, que se siente empoderado por el espaldarazo incondicional de la presidenta Boluarte y de quienes cogobiernan con ella desde el Congreso. Se sabe intocable, se alucina virtual primer ministro y con licencia para menospreciar a niveles de barbarie, los derechos humanos, considerados como universales, inherentes a las personas y que están por encima de cualquier entidad, autoridad e ideología. Lo dicho ayer, en declaraciones a la prensa, acerca del silencio del Gobierno por los fallecidos en las citadas protestas: “Los derechos humanos son para las personas, no para las ratas” (aunque quiera barajarla que hablaba de los violadores), son altamente repudiables e inaceptables en una democracia y más aún viniendo de un servidor público en posición de poder y cuyo sueldo lo pagamos todos los peruanos. Solamente en el Perú pueden existir estos personajes tristemente célebres, hace tiempo que debió ser renunciado, pero su poder acabará en julio de 2026, ahí entonces la justicia llegará.