La aparición del comediante Carlos Álvarez como uno de los que encabeza la intención de voto para las elecciones de 2026 ha despertado un gran interés entre analistas, políticos y ciudadanos. Ya circulan columnas de opinión, discusiones en grupos de WhatsApp y conversaciones informales en la calle que se hacen la misma pregunta ¿es esto realmente posible? Sobre todo si, según Ipsos para Perú21, en los escenarios de segunda vuelta este posible candidato incluso ganaría a los otros dos con mayor intención de voto que son Keiko Fujimori y Rafael López Aliaga.
La visibilidad mediática de figuras de entretenimiento que llevan años apareciendo en la TV, y con cuya imagen conviven los peruanos prácticamente en ciertos horarios de sus vidas, lleva a que capitalicen ello y se sientan motivadas para ingresar a la carrera política. En principio, ello no tendría nada de preocupante porque una democracia acoge que todos sus ciudadanos puedan aspirar políticamente a cargos públicos, pero el problema radica en que esta posibilidad de que Álvarez sea presidente evidencia más bien las carencias de nuestra política, producto de ese coctel de debilitamiento de los partidos, de profunda crisis de representación y de desencanto ciudadano con los políticos tradicionales. Hay que reconocer esto primero antes de empezar a analizar en sí su fulgurante candidatura.
Álvarez es popular, se desempeña muy bien comunicacionalmente, al menos para un tipo de público. Ha satirizado por años a los políticos y esa crítica humorística puede leerse por un sector como una alternativa de representación, y además ha posicionado muy bien su labor social hacia poblaciones vulnerables. Se ha ganado también la imagen de una voz solidaria con las víctimas de la inseguridad mostrando un discurso de hartazgo contra este problema que preocupa a la mayoría de peruanos. Esto lo presenta como alguien cercano al pueblo, con carisma y auténtico; sin embargo, no tiene trayectoria política per se, no ha militado en partido político, no ha tenido cargos públicos, ni cuenta con experiencia previa en otros niveles de representación política antes de su aspiración a la presidencia. Tampoco ha exhibido credenciales técnicas de tener solvencia para los asuntos públicos, la gobernanza o las políticas públicas. Más allá de movilizar la legítima indignación ciudadana contra la inseguridad no se ve una solución estratégica a la altura de un estadista. Y esto es un arma de doble filo, puede jugar a su favor como un candidato ajeno a la política tradicional que a corto plazo le sirva para subir las encuestas, pero a largo plazo genera dudas de su capacidad, y si prospera el gran perjudicado será el país y su gobernabilidad.
Además, es notorio que Álvarez quiere emular el estilo contra la política tradicional “de castas” de Milei o de mano dura de Bukele, y por ello no son casualidad sus declaraciones con un tono autoritario fustigando contra la sociedad civil, los derechos humanos, la diversidad y las minorías. Debiéramos entender que en teoría dice esto ya sin ningún personaje, aunque a mí sí me parece bastante forzada su impostación de la indignación con la que quiere conectar con un público harto de la política, creyendo que un par de lisuras achoradas bastan para ganarse su voto. El Perú es más que esto, es un país diverso y de un presidente se espera que gobierne para todos. Si bien es cierto, el bajo apoyo a la democracia juega en favor de estos discursos populistas con rasgos autoritarios, no debe dejar de señalarse la falta de vocación democrática en estas candidaturas porque pese a todo el Perú tiene demócratas resilientes, un 44% según el Latinobarómetro; y probablemente un discurso aglutinador prodemocrático puede ser la diferencia para cosechar cuando falte poco margen para ganar una elección, como por ejemplo 44 mil votos en 2021. Pase lo que pase, será muy difícil tomar en serio a alguien con tantas carencias de vocación democrática.