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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

El miércoles, el Senado de Brasil tomó una decisión anunciada: destituir a la hasta entonces presidenta, Dilma Rousseff. El "delito de responsabilidad" fue interpretado por la mayoría del Senado con un criterio exageradamente amplio, sobre todo tratándose de la destitución de la mandataria de la república. ¿Fue un golpe de Estado, como indican la propia afectada y sus seguidores?

Rousseff, a diferencia de otros dirigentes del Partido de los Trabajadores (PT) y de la oposición, no fue ni siquiera acusada –y menos destituida– por corrupción. Este es un dato clave, porque la avalancha informativa sobre este tema no ha hecho la suficiente distinción en el caso de la presidenta; es más, aprovechando la maraña de mala información se la ha querido vincular a los escándalos de corrupción.

Rousseff fue acusada –y, finalmente, destituida– porque "maquilló el déficit presupuestario" (El Comercio, 1.9.2016), es decir, por violar una norma fiscal, y hacerlo en un contexto preelectoral. Es más: la falta administrativa –de qué otra forma se la podría llamar– no tiene pena de cárcel. Por eso, incluso habiendo un margen legal, la decisión ha sido tan desproporcionada que, más que un contenido constitucional, tiene un indefectible sello político. Los que sí están imputados por corrupción son algunos de sus principales acusadores; es decir, muchos de los que terminaron por destituirla. Entre ellos, el ex presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, quien renunció a su cargo presionado por su presunta vinculación con la corrupción en Petrobrás. El Tribunal Supremo había ordenado suspenderlo, a raíz de la operación Lava Jato. El mismísimo actual presidente del Senado, Renan Calheiros, tiene once investigaciones en la Corte Suprema, por corrupción, lavado, desvío de dinero público y fraude (El Comercio, 11.5.2016). Cunha y Calheiros forman parte del centrista Partido del Movimiento Democrático Brasileño (antiguo aliado del PT), del cual también es el actual presidente, Michel Temer.