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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Sociólogo y comunicador

Cuando viajo solo, viajo dos veces, a algún lugar y hacia mi interior. Siempre me pasa. En las salas de embarque suelo observar detenidamente a cientos de personas, cada una con sus propios gestos y sus propias velocidades. A veces me pego con algún tipo e imagino los detalles de su vida a partir de su forma de caminar, otras tantas solo lo veo como un maniquí y me fijo únicamente en su forma de vestir. Miro a todos y a cada uno. Nunca me aburro mientras espero. Así, lejos del estrés cotidiano, envuelto en un amable silencio, termino reflexionando sobre el sentido de mi vida y el futuro de mi familia. No siempre me angustio.

Sentado en el avión pienso en otras cosas. Cuando verifico que no conozco a nadie, me pregunto si no habrá aquí algún pasajero con quien me haya cruzado en alguna calle de alguna ciudad. No es improbable, los aeropuertos son nodos donde confluyen infinitas casualidades. También pienso al revés: acaso algún día me cruce con alguno de estos desconocidos y no lo note, o tal vez nos hagamos amigos o socios o enemigos o algo por el estilo.

Cuando el avión está a punto de elevarse, no puedo dejar de pensar que dentro de cien años todos estaremos muertos, que todos habremos pasado a la oscuridad detrás del telón, que apenas existirá una fotografía con nuestra mejor sonrisa en alguna carpeta perdida, que nuestros probables nietos preguntarán por esos antiguos y graciosos peinados.

Todos estaremos muertos, la vida es un soplo. Mientras tanto, vamos tomados por sucesivas e interminables tormentas, seguidas de pequeñas felicidades, menos duraderas, menos espectaculares. Nuestros hijos van creciendo y nos reconocemos en el espejo más adultos y más vulnerables. Somos testigos de la erección de grandes poderes que, más temprano que tarde, se derrumban precisamente cuando parecían invencibles. Sentimos que participamos del final de una época e inmediatamente iniciamos una nueva rutina. Como decía José Carlos Mariátegui, negamos la tradición para continuarla.

Aterriza el avión y estoy convencido de que es más seguro que una combi. No tengo miedo. No pienso en el infeliz desperfecto. Solo estoy orgánicamente consciente de mi pequeña mortalidad. Las frivolidades se disuelven; la omnipotencia, me da vergüenza. Enciendo mi teléfono, veo llena la bandeja de mensajes. Las noticias relevantes son meras repeticiones. Tomo nuevamente mi maleta. Escucho a lo lejos unas voces que pronuncian mi nombre. Sonrío. Agradezco al azar. Agradezco a la vida.