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Redacción PERÚ21

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Me lo crucé a mediados de los noventa. Yo estaba en una fotocopiadora en la Av. Larco reproduciendo los volantes de un evento multimedia. Él llegó con sus setenta y tantos años, jean, camisa abierta y saco sport. Un tío juvenil.

Recogió sus propias copias y arrancó en un mercedes deportivo. Pensé: ese juguete vale igual a uno de sus cuadros. En esa época no recuerdo que existiera la animadversión que hoy leo entre algunos artistas contemporáneos contra Fernando de Szyszlo: que tiene una noción anacrónica del arte, que siempre se repite, que terminó apoyando a Alan García. Aquella vez solo sentí que había estado al lado de un referente de la pintura peruana.

Ahora acabo de leer su libro de memorias que lleva un hermoso título: La vida sin dueño. Comencé y no me detuve hasta la última página. Es un recuento de su trayectoria profesional con tímidas pinceladas de su vida privada y un par de duras confesiones personales. De Szyszlo repasa su larga y precaria iniciación hasta su despegue y consolidación artística, mientras expone sus diferencias estéticas (y personales) con los artistas que le siguieron. Son páginas que nos ofrecen un retrato de la ebullición cultural y política de la segunda mitad del siglo pasado, así como pequeñas crónicas sobre sus personajes más apreciados: Salazar Bondy, Paz, Neruda, Arguedas, Lam, Westphalen, Cortázar, entre otros grandes.

La vida de Don Fernando da cuenta de los puentes entre el arte y el activismo político, el dominante indigenismo y las vanguardias de la postguerra, entre las bellas artes y otras disciplinas como la arquitectura, la música, el diseño y la literatura. Si bien me encuentro entre los que discrepan sustancialmente de su idea del arte, a su vez puedo comprender, y en parte coincidir, con su denuncia de las artes visuales actuales donde muchas obras suelen sostenerse exclusivamente en un discurso, un auspicio o una red de contactos. Pocas logran generar esa experiencia que conmueve o perturba, empujándonos a la frontera entre lo enunciado y lo que no, entre nuestras convicciones y sus saludables contradicciones.

Su vida pública ha sido empeñosa y comprometida; la privada, en cambio, difusa y difícil. Imaginarlo fabricando carros alegóricos y vitrinas de tiendas comerciales para defender su autonomía profesional es aleccionador. Saber que fue un animador del Instituto de Arte Contemporáneo, organizando indesmayablemente exposiciones y debates para inocular en aquella envejecida sociedad los lenguajes de avanzada de su época, es ejemplar. Tener la oportunidad de comprender, desde sus palabras, su idea de la pintura como una derrota reiterada, es una buena oportunidad para dialogar o discrepar con un protagonista de nuestra historia. Mucho por aprender. Mucho por reescribir.