(GEC)
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Un Congreso inclinado a abusar de todo poder que le fue otorgado explica que 78% de la opinión pública se muestre a favor de la eliminación de la inmunidad parlamentaria (Ipsos). Los partidos políticos han sido más cautos. La mayoría incluye en su oferta electoral alguna dosis de reforma, pero sin borrar la inmunidad por completo. ¿Debemos ser prudentes o más bien radicales en consonancia con nuestra justificada indignación?

La inmunidad es una garantía de las funciones de los congresistas. Para procesar o detener a un parlamentario por un delito común, se requiere que el Pleno lo autorice. Se busca evitar que los congresistas sean perseguidos políticamente. Es decir, asegurarles un ámbito para que legislen y fiscalicen tranquilos, sin el temor de chocar con intereses (políticos, económicos, etc.) poderosos que puedan usar al Poder Judicial como mecanismo de amedrentamiento. Los exparlamentarios García Belaunde y Mora Zevallos han relatado cómo la inmunidad les permitió blindarse de denuncias penales varias y llevar a cabo la investigación a Orellana e impulsar la ley universitaria, respectivamente. Ahí la inmunidad no fue impunidad, sino que cumplió su propósito constitucional de escudo ante acusaciones políticamente motivadas.

La inmunidad se torna en impunidad cuando se la entiende como privilegio personal de los congresistas para burlar a la justicia en todos los casos. Entre los años 2006 y 2019, el Congreso recibió 40 solicitudes de levantamiento de inmunidad y solo aprobó seis (Proética, 2019). El último Congreso, eximio cultor de la práctica del blindaje rastrero, deja varios casos como muestra. Tan importante como identificar un problema es dar con la solución adecuada. En vista de que la figura bien utilizada tiene sentido, debería privilegiarse su reforma antes que su anulación. Que no cubra delitos ocurridos antes de ser congresistas ni que la decisión sobre su levantamiento esté en manos de los propios parlamentarios. Salvar la inmunidad pese a los congresistas.

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