El sufrimiento mental está, bueno, en el centro de la mente colectiva. Como nunca. Ayer quedó claro en este medio: alrededor de la mitad de la población lo considera el principal y más preocupante problema de salud. Desde un masivo 70% en Chile y Suecia, hasta un discreto pero significativo 25% en India y México. Nuestro país, para variar, está a mitad de la tabla: 48% de peruanos pone la psicopatología por encima de otras dolencias. Estamos hablando de una epidemiología subjetiva, pero la vida social —y política— se mueve por subjetividades compartidas.
En otro medio se señala que alrededor de la mitad de los empleados en empresas diversas están desmotivados: no por el nivel de sus ingresos, sino porque no se sienten valorados. De hecho quienes están encargados de los recursos humanos saben hace un buen tiempo —antes que economistas y políticos— que el bienestar de las personas no siempre baila al son de salarios y puntos del PBI. Como ocurre con quienes conversamos con jóvenes todos lo días: entre 20 y 30, al borde del final del pregrado y el comienzo del ejercicio profesional, predomina un sentimiento viscoso de desilusión y desesperanza. Sobre todo falta de ganas de situarse en una proyección a largo plazo.
Claro, una cosa es la opinión pública, otra la realidad. ¿Estamos frente a un aumento de enfermedades mentales?, ¿se trata de una mayor conciencia acerca de las mismas sin que se hayan incrementado?, ¿es una moda de sobrediagnóstico que alimenta congresos académicos y coberturas periodísticas? Con toda probabilidad, todas las anteriores.
Por lo menos con respecto de los más jóvenes, las señales de alarma se prendieron hace más de una década: consultas a profesionales, reportes de escuelas y resultados de encuestas, atenciones en servicios de emergencias hospitalarias apuntaban a una crisis importante, previa a las guerras, a la inteligencia artificial, a las temperaturas incendiarias y a las agresiones zoonóticas.
Todo indica que quienes tuvieron una niñez sin juego no supervisado, marcada por tiempos larguísimos frente a la pantalla de sus celulares y una socialización definida por las redes sociales, tuvieron una adolescencia ansiosa, incomodada por amenazas a todo tipo de identidad. Una adolescencia, además, fragilizada por sentimientos intensos, en realidad normales, pero que atribuyeron rápidamente a alguna forma de discriminación, o a… una patología mental.
Esos adolescentes son los adultos jóvenes de hoy, los que se encuentran en el mercado de trabajo, haciendo prácticas o comenzando su línea de carrera en todo tipo de organización. Luego de una pandemia devastadora y en medio de turbulencias e incertidumbres, que van desde guerras hasta catástrofes climáticas, cuyos impactos viven en tiempo real. ¿Puede sorprender que las emociones y sus patologías estén a la cabeza de sus preocupaciones?