La encuesta global de Ipsos sobre la situación de la salud refleja lo mal que andamos en el Perú y lo mucho que falta por hacer en cuanto a estrategias y políticas públicas en este sector.
Está muy claro que el deterioro se precipita con la pandemia, pero esta no lo explica todo, como pretenden hacer creer las autoridades. La incompetencia y la corrupción no solo tienen que ver con este derrumbe estructural de lo que se había avanzado en el sector durante los años previos, sino que además lo han profundizado.
En el Monitor de Salud de Global Advisor realizado en 31 países del mundo se pregunta a los ciudadanos por sus percepciones sobre el sistema de salud de cada país y los principales problemas que identifican.
Uno de los resultados que alarman es que solo el 16% de los peruanos conectados califica la calidad del sistema de salud como buena, una de las percepciones más bajas entre los 31 países encuestados (puesto 29/31). En la misma línea, uno de los principales problemas que aflora es el acceso a tratamientos y largos tiempos de espera para citas médicas.
El 49% de encuestados señala, en efecto que los largos tiempos de espera y el acceso a tratamientos son lo que más sufren los usuarios. Y un 74% considera que los tiempos para conseguir una cita médica son excesivamente largos. Un penoso trance que los peruanos viven cada día.
Hoy los servicios de salud pública en el país parecen haber retrocedido tres o cuatro décadas en cuanto a eficiencia y coberturas. Y conviene recordar que el paso de Pedro Castillo por la Presidencia de la República fue también nefasto, pues –como retribución política por haberlo entronizado en el poder– entregó el ministerio correspondiente a Perú Libre, que lo administró como un botín de guerra.
La salud mental, por último, figura en el informe como una de las mayores preocupaciones sanitarias (49%) en el país, una cifra en la que las crisis económicas suelen incidir directamente.
No hay peores detonantes para los desequilibrios emocionales que el desempleo, la inseguridad ciudadana, la violencia familiar, el empobrecimiento de la educación y la consiguiente falta de esperanzas en un posible futuro mejor. Algo en lo que la actual clase política –autoridades de gobierno, partidos, poderes del Estado– tiene no poco que ver.