(MarioZapata/Perú21)
(MarioZapata/Perú21)

No tengo intención de competir con escrutadores de la opinión pública ni analistas del devenir político. Me paso la vida escuchando lo que personas de todas las edades, niveles socioeconómicos y lugares de residencia relatan de manera espontánea. Hablan de sus problemas, de su cotidianidad. Pero miserias y alegrías, éxitos y fracasos, así como todas las variantes de lo disfuncional, discurren sobre el lienzo de los acontecimientos públicos.

Cuando personas disímiles comienzan a poner etiquetas, emplear metáforas, referirse a personajes que no estaban en el radar días antes, y la cosa se sostiene, no tengo dudas de que la mente colectiva está creando, sin transacción voluntaria, representaciones compartidas. He visto así, sin focus groups ni encuestas, perder elecciones que estaban ganadas, nacer actores estelares que parecían extras, asomar jergas y despeñarse reputaciones.

Últimamente, cuando estoy frente a un auditorio, al conducir un taller o conferencia, aprovecho plataformas digitales que me permiten hacer preguntas, pedir que el auditorio escoja imágenes, desde sus celulares y ver, junto con ellos, en una pantalla, cómo emerge de cada mente un cuerpo de ideas que sirven de plantillas para leer la realidad.

¿Qué veo?

La gente tiene esperanzas en el Perú, sí, pero se centran en lo que pueden hacer por sí mismos, en una cancha que cada quien construye por su lado, para lograr desarrollo económico y educativo —es lo que, básicamente, les interesa— y con la mirada puesta —como beneficiarios, pero también como recurso— en sus familias.

El conjunto, la comunidad, la administración de lo público, las reglas y todo tipo de institución son vistos con enorme recelo e indiferencia, más bien como obstáculos; y existe una convicción pétrea de haber sido engañados, lo que causa dos tipos de sentimientos: ira, irritación y rabia, por un lado; y, por el otro, pena y desilusión.

La familia y algunos más dentro de un refugio concentran las buenas intenciones y los objetivos loables. Afuera campean corrupción, delincuencia, incultura e injusticia, en medio de las cuales todo éxito es visto como transgresión o privilegio indebido. Los principales perpetradores y beneficiarios de lo que uno pierde son quienes detentan autoridad. Los políticos en primer lugar, pero también dirigentes de clubes —palabra deliciosamente relevante—, asociaciones, gremios, sindicatos, Apafas, vale decir, quienes ejercen poder.

Los que representan, los árbitros de lo colectivo, los guardianes de la imparcialidad, son todos culpables, punto. El ejercicio de cualquier poder es sentido como abusivo, desde la multa por transgredir reglas de tránsito, hasta el cobro de impuestos, peajes o arbitrios, pasando por la promulgación de leyes; y, también, sí, las reacciones destempladas frente a una observación en medio del tráfico, las inconsistencias y estupideces en un comercial o los insultos proferidos a quienes hacen su humilde trabajo. Todos se preguntan: ¿dónde está la trampa, con qué derecho, qué tal raza?

Lo afirmado en los párrafos anteriores se acompaña de un cambio del que las autoridades y líderes, vividos siempre como autoritarios, no parecen haberse dado cuenta, a pesar del número de experiencias que lo gritan todos los días.

El poder ejercido en silencio, de manera oculta, o con un rostro siempre torcido por gestos desagradables, con poca empatía por quien escucha, con palabras que parecen sentencias inapelables, se ha convertido en un pecado capital. Sin importar que se tenga razón y buenas intenciones; o que la falta de sonrisa y simpatía sean atributos —que, es verdad, parecen ser monopolio de algunos grupos— y no decisiones.

¿Por qué? Porque todo queda registrado, ya no hay nada completamente opaco. Los rastros son rostros y las huellas sentimientos, vivencias, tonos de voz, expresiones, que hacen patente cuando alguien no encarna su historia y contradice su relato. Entonces, los que ejercen el poder molesto y agrio, de lejos, no generan identificación y, sobre todo, cuando comienzan a perderlo, no pueden esperar misericordia. Son abandonados sin contemplación. Y en cualquier conflicto, la gente se pone del lado contrario.

Un paréntesis. Irónicamente, Keiko Fujimori y Mario Vargas Llosa hicieron exactamente lo mismo ante la derrota: abandonaron a quienes creyeron en ellos en medio de una amargura interminable.

Es la oportunidad del poder amable y cercano, pero no blando; del poder consistente y asertivo; del poder dialogante cuyas decisiones no convienen a todos, pero no a los mismos todo el tiempo; que acepta cuando se equivoca, pero no zigzaguea; que hace sitio, que manda, pero no excluye; que tiene plazos y márgenes no negociables; que puede ser ejercido por gente extraordinaria, pero que no hace a nadie excepcional.

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