Cada uno en su castillo

Hoy no vivimos sujetos al poder de ideologías, pero sí bajo una segmentación radical de lo real. Las redes sociales (…) nos indican qué ver, qué pensar, qué debe emocionarnos.

Fecha de publicación: 02/08/2025 7:00 am
Actualización 02/08/2025 – 8:41

Philip K. Dick no fue un autor de ciencia ficción convencional. Escribió sobre mundos alternos, sí, pero lo que realmente le obsesionaba era la fragilidad de la realidad, esa sensación de que lo que damos por cierto podría desmoronarse en cualquier momento, revelando no una verdad más profunda, sino la ausencia de un suelo firme. Su obra El hombre en el castillo, publicada en 1962 —y que algunos hoy conocen por una serie televisiva con una trama bastante distinta a la del libro— no plantea solo una ucronía política; es, sobre todo, una pregunta metafísica disfrazada de historia alternativa.

En la novela, los Aliados perdieron la Segunda Guerra Mundial, y Estados Unidos ha sido dividido entre el Japón imperial y la Alemania nazi. Todo parece estable, funcional, casi civilizado. Pero debajo de esa superficie ordenada, hay fisuras que nadie se atreve a mirar. Circula un libro prohibido —La langosta se ha posado— que describe un mundo distinto, donde los Aliados se impusieron al Eje. Algunos personajes comienzan a actuar como si esa realidad alternativa podría ser de alguna manera la auténtica. Interesantemente, muchos toman decisiones clave consultando el I Ching, antiguo libro de sabiduría china, usándolo como oráculo. No actúan por convicción ni ideología, sino por un azar que se vuelve guía, que da sentido a un mundo que ya no puede deducirse, sino solo interpretarse.

No hay héroes en la novela. No hay rebelión de principios ni lucha clara entre democracia y dictadura. No hay un sistema que redima. Los personajes —una mujer errante, un joyero judío que oculta su identidad, un comerciante de objetos falsos, un espía que traiciona al régimen que sirvió— se mueven en zonas grises, desprovistos de certezas, actuando a veces por intuición, otras por miedo. La resistencia que se insinúa no es política, sino íntima: la mujer mata para evitar un crimen, un hombre confiesa sabiendo que lo eliminarán, otro empieza a dudar de los productos que vende.

Y, sin embargo, El hombre en el castillo, escrito en plena Guerra Fría, parece hablar más de nuestro presente que de su tiempo. Hoy no vivimos sujetos al poder de ideologías, pero sí bajo una segmentación radical de lo real. Las redes sociales han reemplazado al I Ching como oráculo cotidiano: nos indican qué ver, qué pensar, qué debe emocionarnos. Nada se define por consenso, sino por algoritmos. Cada comunidad tiene su propio canon, su versión de los hechos, su vocabulario emocional.

Si la realidad es lo que se mantiene y resiste cuando dejamos de creer en ella, y el peligro de distorsionarla no reside en militantes convencidos de una mentira sino en quienes aceptan como hechos ficciones nacidas de comunidades circunstanciales, entonces hoy cada uno de nosotros vive en su propio castillo virtual, aislado por muros de confirmación emocional, rodeado de objetos simulados, convencido de una verdad que no sabría defender fuera de sus grupos de chat o feeds.

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