(Captura de pantalla del trailer de La revolución y la tierra)
(Captura de pantalla del trailer de La revolución y la tierra)

“Todos los hombres fueron creados iguales. Algunos son más iguales que otros. Los árabes son menos iguales que los demás”. Esta frase del popular cómico y activista político francés Coluche (1944-1986) ponía en evidencia la xenofobia creciente hacia los árabes norafricanos llegados a Francia. Sirve para otras épocas y latitudes. Sin ir más lejos, la flamante ministra del MEF lo parafraseó cuando dijo: “El gran problema del Perú es que todavía la gente no vale lo mismo”.

“Plus ça change plus c’est la même chose” (*)

Cine Alcázar, a caballo entre San Isidro y Miraflores en el corazón de la clase media alta, función de noche. Al finalizar el documental La revolución y la tierra, la mitad del cine aplaude y la otra mitad se queda en silencio. Lo cual no quiere decir que quede indiferente. Muchos están sorprendidos porque es la primera vez que ven un documental sobre esa época. Las vistas color sepia, borrosas algunas, otras de mala calidad, nos hablan de un mundo precelular, predigital, uno que los millennials no pueden imaginar. Ni mucho menos querer vivir en él. Pasado medio siglo, son escenas duras de mirar, y con razón, porque se trata de nuestra historia. Una cosa es la lejana imagen tolstoiana de la Rusia de los zares y los mujiks y otra la de hacendados y peones a mediados del siglo pasado en el Perú. Ver un hombre arrodillarse ante otro produce rechazo y vergüenza. No ajena sino propia.

La película se divide en dos partes: la reforma agraria que expropió las haciendas productivas del Perú y el Sinamos que encarnó el pensamiento revolucionario de Velasco. La primera justificó el golpe de Estado y rompió un orden social feudal. De paso también acabó con una industria azucarera líder mundial y fue un completo fracaso económico. No importó. “It’s not the economy, stupid”. Lo segundo, con visos de dictadura estaliniana, terminó volando por los aires el techo de concreto que les impedía despegar a los más relegados. Visto en el retrovisor de la historia, este nuevo orden social creó la clase que luego se convirtió en el motor del país. De abuela analfabeta a mamá empleada doméstica a hija asesora en Telefónica: un salto cuántico que describe la capacidad transformativa de los peruanos si les dan pampa para correr.

Posiblemente también nos salvó de Sendero.

La pasión de Javier es una película fina que describe exquisitamente la Lima burguesa de los años 50. Buen casting, buenos actores. Javier Heraud es antes que nada un poeta apasionado de bohemia. Sueña con su novia, con París y con la revolución como la gesta heroica definitiva. Se mete a guerrillero. Se interna en la selva sin logística, sin comida y sin apoyo de la población. Y sin idea de lo que está haciendo. Casi por casualidad cae en una confusa balacera. Una muerte envidiable para un poeta romántico. Y absurda e inútil para un revolucionario.

(*) “Entre más cambian las cosas, más siguen igual”.