La revista del pecado
La revista del pecado

Cuando Jimmy Barclays era un niño y se creía inmortal y corría sin esfuerzo como si estuviese caminando, su padre, cojo, pistolero, cazador de animales, militar frustrado, y su madre, beata, santurrona, pía entre las pías, devota a tiempo completo, lo veían con creciente preocupación por un número de hechos aciagos para ellos, a saber: Jimmy no quería disparar pistolas ni matar animales; detestaba ir de campamento con los preceptores morales de la cofradía religiosa en la que militaba su madre; odiaba ir a la playa y exponerse al sol sin protector, porque su padre le decía que los machos no usaban cremas solares ni se lavaban el pelo con champú (tal vez por eso el señor Barclays se quedó calvo bien pronto); era delicado, afectado, curioso, preguntón, y le interesaba tanto la política que su padre lo mandaba a callar; no sabía tirarse de cabeza a la piscina, a diferencia de sus hermanas, que lo hacían con gracia, y cuando lo intentaba, azuzado por su padre, se daba unos panzazos bochornosos con el agua, provocando risas e hilaridad entre sus familiares, y su padre se enfurecía y lo insultaba en inglés; y cuando jugaba al fútbol con sus hermanos, narraba de un modo atropellado, afiebrado, lo que estaba ocurriendo, volviendo loco a su padre, quien, a los gritos, le exigía que se callase la boca, dejase de farfullar idioteces y jugase como un hombrecito.

Hasta que un domingo fueron a misa de ocho de la mañana, el señor Barclays con su pistola al cinto para meter miedo entre la feligresía, la señora Lerner con su rosario y su mantilla negra, ensimismada en su honda fe religiosa, y, a la hora de tomar la comunión, Jimmy se quedó sentado en la banca, provocando miradas de estupor y perplejidad entre sus padres y hermanas, quienes se pusieron de pie y se acercaron al altar a recibir el cuerpo de Cristo.

Tan pronto como regresaron a la casa, la señora Lerner tomó a su hijo Jimmy de la mano, lo llevó a su cuarto, cerró la puerta, se sentó en la cama y le preguntó, preocupada:
-¿Por qué no fuiste a comulgar?

Jimmy se amuralló en un silencio tenso, inexpugnable. No podía confiarle a su madre, tan religiosa, tan pura, las oscuras razones que habían manchado su alma y le habían impedido comulgar. Sentía vergüenza de sí mismo, se sentía sucio, cochino, pecador. Él, que habitualmente era tan hablantín con su madre, ahora no encontraba palabras para explicarse, justificarse, y prefería permanecer callado, las mejillas sonrosadas por el pudor, la mirada hundida, lastrada por la culpa.

-¿Has cometido pecado mortal? -preguntó la señora Lerner.
Jimmy respondió, tímidamente:
-Sí.
Pensó que su madre no continuaría sometiéndolo a esa inquisición terrible, lacerante. Se equivocó. La señora Lerner quería rescatar a su hijo del infierno.
-¿Qué has hecho? -preguntó.
Jimmy no pudo decirle lo que había ocurrido.
-¿Has tenido pensamientos impuros?
Jimmy temblaba de miedo. Se sentía vil, abyecto, repugnante.
-Hijito, soy tu mami que tanto te adora -dijo ella-. A mí puedes contarme todo.
Luego insistió:
-¿Te has hecho tocamientos impuros?
Jimmy pronunció un monosílabo:
-Sí.
La señora Lerner no se dio por vencida.
-¿En quién has pensado? -preguntó.

Jimmy no permitió que palabra alguna saliera de sus labios trémulos. Su madre empezó a sollozar. Él, que tanto la amaba, la abrazó, le pidió perdón, le juró que nunca más se tocaría de esa manera innoble, viciosa.

-Nunca me imaginé que mi hijo mayor se haría tocamientos impuros. Tú, mi Jimmy, cometiendo pecado mortal, ¡me has roto el corazón!
La señora Lerner se marchó, compungida.

Al día siguiente, Jimmy fue al colegio con su padre. A esa hora, seis de la mañana, el señor Barclays solía estar de mal humor: conducía a toda prisa, insultaba a los choferes que le cerraban el paso, les mostraba su pistola y los amenazaba, le decía cosas terribles a su hijo mayor: eres un fracasado, un mariconcito, una bailarina de ballet, un cero a la izquierda. Mientras todo aquello ocurría, la señora Lerner y sus empleadas domésticas entraban en el cuarto de Jimmy y, con celo de policías o fiscales, buscaban algo que incriminase al niño, la prueba del delito, del pecado mortal, un indicio o una pista que revelase por qué Jimmy, antaño tan devoto, se había corrompido, envilecido, entregado al diablo y sus tentaciones nefandas.

Hasta que encontraron la revista pornográfica, un ejemplar de Playboy en inglés.

Cuando Jimmy volvió del colegio, su madre, furiosa, lo llevó a su cuarto, le enseñó la revista del pecado y le dio dos cachetadas, una en cada mejilla. Luego preguntó:

-¿No te da asco? ¿No te da vergüenza?

Jimmy no supo responder. En verdad, aquellas mujeres desnudas, con sus pechos gloriosos y sus secretos húmedos y rosados, lo habían extasiado, maravillado, y, lejos de darle asco o vergüenza, lo habían avivado a tocarse, a soñar que las poseía y hacía suyas. Por eso se quedó callado.

-¿Quién te dio esta cochinada? -preguntó la señora Lerner-. ¿Cómo conseguiste esta revista?
-Me la prestó un amigo del colegio -dijo Jimmy.

Y era verdad. Se la había prestado uno de sus mejores amigos, Juan Pedro de Osma, a quien Jimmy adoraba, porque Juan Pedro era muy valiente peleándose a trompadas con los cretinos de la clase, defendiéndolo de los matones que hacían escarnio de él.

-Voy a llamar a su mamá -anunció la señora Lerner-. Le voy a contar las inmundicias que su hijo lleva al colegio.
-Por favor no hagas eso, mami.
-Y ahora mismo vamos a quemar esta revista asquerosa.
-Mami, no podemos hacer eso. Por favor no quemes la revista, no es mía, es de Juan Pedro, se la tengo que devolver.
-¡La quemamos ahora mismo! -sentenció la señora Lerner.

Cogió a su hijo bruscamente de la mano, llamó a las empleadas que desde la cocina fisgoneaban el juicio sumario al niño concupiscente y les pidió que prendiesen fuego en la chimenea de la sala, debajo de las cabezas de venados, tigres y leones que había cazado el señor Barclays en sus safaris africanos. Una vez que las empleadas encendieron la chimenea con papeles periódicos y leñas traídas de los campos vecinos, la señora Lerner le dijo a Jimmy:

-Vas a arrancar página por página y vas a tirar esas cochinadas a la chimenea.

Tristísimo, porque ya tenía una relación de afecto y adoración con esas mujeres de belleza sobrecogedora, Jimmy Barclays arrojó al fuego, a las brasas ardientes, a todas sus amantes furtivas, clandestinas, llorando al mismo tiempo que las veía desfigurarse, deshacerse, tornarse humo y cenizas. Fue entonces, a tan precoz edad, cuando descubrió que la religión se ocupaba, en efecto, de destruir la belleza, el deseo y el placer, en nombre de una moral que le resultaba absurda, incomprensible. Eso mismo era la religión, pensó: quemar todo lo bello, incinerar todo lo glorioso y estimable que había en la vida misma, echar al fuego a las mujeres más lindas que había visto. En ese momento, Jimmy Barclays empezó a desconfiar de Dios, de los curas, de los preceptores morales, de la religión que le habían inoculado con la fuerza de un virus, y empezó a hacerse descreído y agnóstico. La revista ardió, página por página, mujer desnuda tras mujer desnuda, en la hoguera de las buenas costumbres, y con ella ardió también, o empezó a chamuscarse, la fe religiosa de Jimmy Barclays, el niño en pecado mortal.

A los pocos días, en el colegio, Jimmy, abrumado por la vergüenza, le contó a Juan Pedro que la revista había sido quemada por su madre. Juan Pedro, por suerte, no se enojó. Al contrario, soltó una carcajada de buena gana, lo palmoteó en la espalda y le dijo:

-No te preocupes, mañana te traigo otra.

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