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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

No sé por qué dejé de amar al argentino, esas cosas nunca están claras, no al menos para mí. Aunque creo que me aburrí, quedaría feo decirlo así. Nadie dejó a nadie: el destino nos apartó, las circunstancias nos separaron, ya luego ambos nos sentimos traicionados.

Lo que buscaba en ese hombre, lo que he buscado toda la vida en un hombre, es que me hiciera sentir una mujer. En cierto modo él lo conseguía, es seguro que lo intentaba sin desmayo. Me cansa ser hombre. No me tienta ser hombre todo el tiempo. Me parece mejor, más divertido, más estimulante, ser a veces mujer.

Pero entonces, cuando vivía en Bogotá, parece que me había cansado de ser mujer y extrañaba sentirme hombre aunque solo fuera por un momento fugaz. El amor que es una ilusión que es un espejismo que es una mentira que es una desdicha segura está hecho de esa textura quebradiza, fugaz.

Ser hombre cuando estás genitalmente dotado para serlo es entonces una cosa previsible, cansona, carente de todo mérito y originalidad. Lo arduo es ser hombre cuando todo indica que lo eres pero tú sabes que no lo eres y que una señora delicada se esconde en ti.

Todo hay que decirlo: unos años después, de viaje con ella, en Nueva York, volví a enamorarme y creo que no lo oculté pero no fui correspondido. La noche que lo conocí quedé tan embriagado de él que no pude dormir y soñé con él y me desperté pensando en él y se lo dije a ella, que descansaba a mi lado o estaba echada a mi lado. Después volvimos a casa pero seguí pensando en él de un modo afiebrado, tenaz, sin remedio. Le había pedido su correo electrónico haciéndome el distraído, diciéndole que le escribiría por su cumpleaños, pidiendo otros correos a los contertulios para hacer menos obvia mi rendición, y por supuesto le escribí a él y a nadie más y antes de que cumpliera años.

No tuve en cuenta, no la advertí a tiempo, mi gordura. Pensé que seguía siendo medianamente atractivo, qué despiste el mío. Me jugué como suelo jugarme: entero, mal, sin sentido de la prudencia. Le pedí que nos viéramos en Nueva York a escondidas en un viaje que justificaría como una visita a mis hijas. Le dije, recordando que lo había conocido gracias a ella y que él era amigo de ella y luego por extensión y si acaso también de mí: debemos volar bajo el radar. Fue una desafortunada elección de palabras. Sonó a: debemos escondernos en el clóset. Y él, que es un hombre libre, que se ama sin reservas, que nunca vivió en el clóset, decidió sacarme del clóset.Hizo bien, se lo agradezco. ¿Se puede estar en el clóset habiendo salido de él? Sí, creo que sí: uno regresa al clóset, uno extraña la penumbra, el aire conspirativo, los secretos latentes, el peligro que habita en las tinieblas. Yo salí del clóset hace veinte años y regresé oficialmente cuando quise acostarme con él volando bajo el radar. Quién era el radar: ella, claro, ella, por eso digo que volví al clóset, porque cuando estás en el clóset le tienes miedo a la verdad y terminas mintiendo para hacer menos daño y al final haces más daño, claro.

No cabe más gente en mi clóset. Estamos en permanente tensión y haciéndonos reproches y diciéndonos invectivas y diatribas mis demonios y yo, mis fantasmas y yo, mis novios inciertos y yo. Todos estamos en el clóset y somos desdichados, por supuesto. Yo he empujado a algunos fuera del clóset pero ellos han regresado resentidos y ahora me odian con razón por exigirles una hombría que no tengo y pedirles que sean todo lo valientes que no puedo ser.

Yo quería hacer el amor con él, entregarme a él, ponerme las medias negras transparentes que sugirió con malicia y ser suyo, toda suyo, al menos una noche. No se pudo, es una lástima, no me di cuenta de que él veía en mí a una gordita, a La Gorda. Una noche regresé del programa y ella me contó que él había escrito en Facebook que La Gorda lo acosaba como una mona en celo y se reía con descaro de mí como nos reímos de las monas cuando las vemos en el zoológico. Fue una humillación pero no una sorpresa, o no del todo, porque yo le había contado a ella la misma noche que lo conocí que me había enamorado sin remedio de él.

No he querido volver a Nueva York porque todo allá me recuerda a él. Tan perdido y sin remedio es mi enamoramiento de señora delicada o mona triste que a veces lo busco en una calle arbolada de esta ciudad, Meridian, donde él logró despertar después de suicidarse y vino su padre a abrazarle.

Esa madrugada en un hotel del bajo Manhattan todo se tensó, lo recuerdo como si fuera ayer: un colombiano ofreció sus servicios sexuales a mi novia; me sentí ofendido y lo puse en su lugar con palabras díscolas; hubo en el aire el peligro de que las cosas se desbordaran y nos liásemos a golpes; subí deprisa a un taxi y ella corrió, golpeó la ventana y subió con brusquedad. Luego nos vimos una última vez y no me atreví a dejarle de regalo el libro que tenía para él porque no quería que fuera tan evidente que estaba enamorado de él y por eso terminé regalándole el libro a uno de sus amigos que subió al taxi con nosotros cuando él se alejó caminando deprisa, siempre deprisa, como si alguien lo esperase.

Desde entonces me he contentado con ser un hombre con ella y una mujer cuando ella así lo prefiere, o cuando ya no me quedan fuerzas para tratar de ser hombre. No consigo creerme más la ficción de que soy un hombre. Se desvanece, se hace humo, es mentira. En mis momentos de franqueza absoluta soy mujer y así lo sabe ella y por eso me pongo en cuatro y me entrego sin darme aires falsos de macho. Y ella entra en mí, me coge, me posee, me complace como nadie ha sabido complacerme tan juiciosamente.

Pero después me pregunto qué sería de mí si él le hubiera dado una oportunidad, una sola noche, a La Gorda. No sé si estaría acá, para qué voy a mentir, tal vez estaría poniéndome medias negras transparentes, esperándolo, espiándole el correo para ver si todavía se acuesta con el hombre tatuado del gimnasio.

Cuatro años sin besar a un hombre, en penitencia, en cuarentena, vedado, no es poco tiempo, me parece. Pero a mi edad solo se besa a quien de veras se quiere besar, y todo este tiempo no he encontrado a ningún otro hombre al que quiera entregarme, rendido. Es, me temo, un enamoramiento en serio, de esos que no se van.