El rencor es una fruta que se pudre lentamente. (USI)
El rencor es una fruta que se pudre lentamente. (USI)

Nunca sé si mis hijas me escriben porque me extrañan y quieren verme, o porque necesitan dinero y desean que las ayude económicamente.

Aunque ya se han graduado de la universidad, son profesionales de éxito y tienen trabajos muy bien remunerados, y a pesar de que ya no estoy obligado a sostenerlas económicamente, las quiero tanto que estoy dispuesto a darles dinero, todo el que me pidan, hasta el fin de los tiempos.

Todo lo que les pido a cambio es que me den un poco de cariño, y, si no es mucho pedir, que les den un poco de afecto a mi esposa y mi hija menor.

Diría que, en general, he sido un buen padre, uno risueño y generoso, bromista y remolón. En promedio, mis hijas han sido bastante felices conmigo. No he sido un padre estricto, gruñón, autoritario. Nunca les he exigido las mejores notas ni la conducta más virtuosa. No ha sido mi costumbre imponerles reglas de disciplina, ni subordinarlas a mi autoridad, ni recortarles su libertad. He tratado de educarlas en ser fuertes, independientes, libres. He tratado de que, desde niñas, aprendieran a decidir por sí mismas, aun si se equivocaban, pues solo así se aprende.

De cien decisiones que he tomado respecto de ellas, probablemente he acertado noventa y nueve veces. Soy humano, no soy infalible y, por desdicha, me habré equivocado una en cien veces. Es curioso, pero mis hijas recuerdan no los noventa y nueve aciertos, sino el error, mi único y deplorable error. Y entonces al parecer olvidan todo lo bueno que hice con ellas, y recuerdan, desde el rencor, que es una fruta que se pudre lentamente, aquella vez que me equivoqué, que fui humano, imperfecto, mezquino, vengativo, y sucumbí a las bajas pasiones, y me fui a la guerra contra su madre y, de paso, también contra ellas.

Por cierto, y supongo que esto es frecuente en las familias rotas, mi ex esposa y mi ex suegra se ocupan minuciosamente de echar leña a la hoguera del rencor, atizarles las brasas del resentimiento y la venganza, y recordarles a mis hijas lo imperfecto que soy, lo deleznable que soy, lo criticable que soy.

Pensé que ya me habían perdonado el exabrupto que perpetré hace años, cuando me enamoré de mi segunda esposa. Pensé que, lenta y laboriosamente, me había ganado esa indulgencia, aquella comprensión. Porque durante cuatro largos años ellas no quisieron verme, en solidaridad con su madre, y sin embargo nunca falté a mis obligaciones económicas con ellas, pagándoles universidades de prestigio, muy caras, en Nueva York, y todos sus gastos, desde camionetas de lujo hasta viajes frecuentes y vidas apropiadamente confortables y desahogadas, que a buen seguro se merecían. Pensé, pues, que había cumplido mi condena, que me había redimido de mis culpas ante sus ojos. No fue fácil pagar todo, absolutamente todo, durante cuatro años, sin que quisieran verme una sola vez, y sin embargo lo hice, creo que pasé la prueba.

 No me invitaron a sus graduaciones, pero de veras pensé que me habían perdonado. Ahora comprendo que el rencor es una fruta que se pudre lentamente y no termina de corromperse.

Tuvimos un reencuentro después de cuatro años sin vernos, vinieron a mi casa, se tomaron fotos con su hermana menor, conocieron a mi esposa. Pareció que nos habíamos reconciliado. Me equivoqué: me dijeron que no querían que subiese la foto del reencuentro a Facebook. Entristecido, acaté la prohibición. Desde entonces, nos vemos una o dos veces al año, generalmente en Nueva York.

La última vez que nos vimos, a principios de año, en Nueva York, mi hija mayor estaba pasando por un mal momento y no sabía si renunciar a su trabajo en un banco de inversión. Procuré que sintiera todo mi cariño, la animé a que se tomara un año sabático y viajara, o se dedicara a pintar, al arte, a expresarse artísticamente. Le rogué que dejase el trabajo si no la hacía feliz, y le prometí todo mi respaldo económico, en caso de que renunciase. Le dejé un cheque, y otro a su hermana.

Hace pocos días mi hija me escribió un escueto correo, informándome de que había renunciado a su trabajo y quería venir a visitarme. La felicité, le dije cuán orgulloso estaba de ella, le ofrecí apoyarla en todo. De paso, le conté mis próximos viajes y sugerí que me acompañase en alguno de ellos. Hubo un silencio prolongado que me extrañó, y luego me escribió otro correo, sumamente austero en palabras, diciéndome que vendría a visitarme un viernes, me vería un sábado, y el domingo, al día siguiente, se iría de regreso a casa. Quedé muy apenado. Sentí que no tenía ganas de verme. Antes sus viajes eran igualmente breves, pero yo atribuía su prisa por volver a casa a que tenía que estar el lunes en su trabajo. Pero ahora no entendía por qué solo quería verme un día y nada más. Porque, además, venía de pasar dos semanas en Europa con su madre. Ingenuamente, me había ilusionado con que mi hija, ya sin prisas por volver a su trabajo, vendría una semana a visitarme y hasta se animaría a viajar conmigo. Pues no será así. Ella solo quiere verme un día y luego volver a casa. Es inevitable sentir que, en realidad, no quiere perder su tiempo conmigo, sino pedirme dinero para organizar su vida, tras haber renunciado al banco.

Por eso le escribí un correo, diciéndole que, si no le provocaba venir a verme, no debía hacerlo, y si solo quería visitarme para hablar de dinero, era mejor que me dijera cuánto necesitaba y se lo enviaría sin demora, ahorrándole un viaje que, me temo, no le apetece realmente.

Podría caer en la tentación de decirle: si no quieres verme, si no quieres viajar conmigo, si te avergüenza que suba una foto contigo a Facebook, entonces no me sigas pidiendo dinero, porque ya cumplí con pagarte toda la universidad, y ahora el dinero que quieres que te siga dando, tienes que ganártelo, dándome el cariño y el respeto que creo merecer. Pero no lo haré. Aun si no quieren verme ni viajar conmigo, aun si vuelven los tiempos de la guerra fría, seguiré enviándoles el dinero que me pidan, porque es una manera más o menos eficaz de decirles que no guardo rencores, que las perdono por no perdonarme, que sé que viajar conmigo debe de ser una pesadilla o un aburrimiento o ambas cosas, y que allá va la plata como gesto desprendido e incondicional de amor paternal.

No me importa si ellas piensan que soy un tonto, o un blandón, o un padre baboso y culposo. No me importa si, cuando reciben el dinero, se congratulan ante su madre y su abuela materna, que me odian, por haberme dado otro sablazo, por haberme sacado más dinero, abusando de mi nobleza o mi culpa. No me importa que me critiquen, me menosprecien, me ridiculicen. No me importa que diseminen chismes insidiosos contra mí, o que digan mentiras como que mi madre les pagó las universidades, o que mi ex suegra les pagó las universidades, sí, cómo no.

Por eso le he escrito un correo a mi hija, diciéndole que no tiene sentido que venga un solo día a verme y que me diga cuánto dinero necesita, para enviárselo en un santiamén. De momento no he tenido respuesta. Pero mi siquiatra me dice que ya estuvo bueno y que deje de darles plata, si siento que no la merecen y me toman por tonto. No sé si mi siquiatra tiene razón, o si mi corazón no se equivoca cuando me dice que cualquier dinero será insuficiente para decirles cuánto las quiero, a pesar de todo.

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