Pulgares, corazones, prepucios, entre otras partes del cuerpo, son objeto de veneración en lugares de peregrinación y, no pocas veces, salen en procesiones locales y hasta internacionales. Pertenecieron, se afirma, a personas especiales, santos y obradores de milagros. Sus cuerpos, vestimentas y los lugares que habitaron propician la buena suerte y hacen de ventanas a lo trascendente. Constituyeron bienes preciados durante buena parte de la historia y generaron dinámicos mercados.
Aunque el mundo, por lo menos el occidental, es mucho más laico, la religiosidad cotidiana goza de buena salud. Además de lo mencionado líneas arriba, camisetas sudadas o chicles mascados por estrellas deportivas y artísticas poseen enorme valor, sin contar pirámides, imanes y otros objetos con poderes fuera de lo común.
Que algunas de esas cosas tengan sello de calidad o no —por ejemplo el sudario de Turín—, no pone ni quita a la atracción que ejercen y, sin duda alguna, no se limitan a un credo. Esas trazas existen en todas las culturas, contribuyen a la identidad grupal y fortalecen la pertenencia.
Sin desmerecer las explicaciones espirituales, la razón de lo anterior reside en el hecho de que nuestro cerebro es una máquina predictiva y de su éxito depende nuestra supervivencia. Pero muchas veces nuestras expectativas no se cumplen y eso genera enorme incomodidad. Quizá por ello, para compensar nuestra deficiencia en entender y controlar el mundo, necesitamos algo que escape a las reglas habituales: que cure lo incurable, que nos comunique con el más allá, por ejemplo.
Que sea la bufanda de Elvis o el pelo de un profeta, poco importa.