Estamos viviendo semanas donde pasan décadas. Las proyecciones que auguraban que el fin de la Guerra Fría marcaría el inicio de un periodo de paz y prosperidad definitivas, vistas desde la turbulencia actual, parecen ilusiones nacidas de una combinación malsana de soberbia e ingenuidad. Estas ideas reflejan, además, un desconocimiento del pasado cuando se observa en horizontes temporales suficientemente amplios.
Desde hace casi una década, pareciera que hemos vuelto a las dinámicas que han caracterizado a las colectividades humanas y a los poderes que las rigen durante el 99% del tiempo desde que una parte de nuestra especie se hizo sedentaria: el predominio de lo local, los mitos y las raíces que nos diferencian, las familias y dinastías, las lealtades religiosas, y la subordinación de los esfuerzos públicos y privados a los imperativos de la geopolítica. No estamos completamente en ese punto, pero afirmar que existe una tendencia no es simple alarmismo pesimista.
Un correlato de esta regresión histórica es el colapso de la confianza en todas sus formas. Aunque ni el mundo ni la vida son justos, solíamos asumir que cumplir con nuestros deberes garantizaba el reconocimiento de nuestros derechos. Creíamos que, ante desacuerdos o injusticias, existían instancias impersonales y objetivas, tanto dentro como fuera de los países, para protegernos o resolver disputas. Confiábamos en que ciertas personas, con conocimientos y habilidades especiales, tomaban decisiones en función del bien común. Por último, solíamos dar el beneficio de la duda al prójimo desconocido. Hoy, estas certezas se han desmoronado casi por completo.
En su lugar, impera la desconfianza. Instituciones y personas —desde los líderes hasta los vecinos— son percibidos como culpables hasta demostrar lo contrario, feudos de intereses pequeños y mezquinos. El mundo se ha transformado en un tribunal perpetuo —presencial y, sobre todo, virtual— donde todos nos turnamos para acusar y ser acusados.
Sin embargo, el poder consensual para investigar, juzgar, conciliar y sancionar está paralizado. Cada vez más, las instituciones encargadas de estas funciones, tanto a nivel internacional como dentro de muchos Estados, permanecen inactivas o actúan de manera indiscriminada, solo para ser desobedecidas o ignoradas. Mientras tanto, en los negocios y en la política, son las fuerzas brutas —individuales o colectivas, formales o informales— las que imponen su voluntad y tienen la última palabra.