El año pasado, Las Bambas produjo 452,000 toneladas de cobre, un 2% de lo que se produce a nivel mundial, así que la importancia económica de este proyecto es monumental. Sin embargo, me cuesta aceptar que esa “importancia” sea razón suficiente para soslayar que desde 2015 hayan muerto cinco personas y varias hayan quedado heridas por un conflicto que cuatro años después continúa latente. Este nuevo capítulo no llega con ese nivel de violencia, pero el debate mediatizado parece olvidar la historia detrás y se centra en los abogados mercenarios que se han querido aprovechar de una legítima demanda social.

Al gobierno nacionalista y a las empresas chinas, nuevas dueñas del proyecto, les pareció normal modificar unilateralmente el EIA que ya estaba aprobado: el cobre iba a ser transportado mediante un mineroducto subterráneo y ahora es mediante transporte terrestre, con 250 camiones que usan los caminos de los pueblos de la zona, día y noche. También se incluyó la construcción de una planta de molibdeno en la cabecera del río Chalhuahuacho. No son cosas menores y no creo que nadie en su sano juicio aceptaría un cambio tan radical de las reglas de juego cuando ya se había trabajado tanto en llegar a un acuerdo.

El que los planes se hayan modificado después de haber acordado con la población las condiciones del proyecto pone en duda la transparencia y honestidad del proceso que se utilizó para obtener la licencia social. ¿Cómo esperaban que reaccionara la población?

Desde la comodidad urbana es difícil imaginar que un proyecto minero afecte tu vida de esa forma. Es fácil tildar a todos de aprovechadores y mercenarios. Pero lo cierto es que cualquiera tiene derecho a exigir que se cumplan acuerdos y una justa compensación. ¿Quién no demandaría dinero por sus tierras?

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