El cantante de ópera Plácido Domingo ha sido acusado por varias mujeres de acoso sexual.  (Foto: AFP)
El cantante de ópera Plácido Domingo ha sido acusado por varias mujeres de acoso sexual. (Foto: AFP)

Cuando me debatía entre escribir sobre los fantásticos juegos celebrados en Lima –“los mejores de la historia panamericana”– o reflexionar sobre el complejo sistema que fija la ley peruana para revocar o confirmar una orden de prisión provisional (inconcebible un diseño procedimental tan farragoso y poco respetuoso con el derecho a la seguridad jurídica), surge el escándalo Plácido Domingo.

Un grupo de mujeres, prácticamente anónimo, denuncia haber sido objeto de acoso sexual por el gran tenor. Algo que, a decir de la agencia de noticias, las sumió en depresión, humillación y frustración comprensibles, quizás, si, para conseguir escalar profesionalmente, o evitar otro tipo de boicots en su carrera, tuvieron que aceptar ser objeto de miradas lascivas, comentarios insinuantes o hasta invitaciones equívocas.

Por supuesto, no voy a defender en absoluto la conducta privada de una persona, sea hombre o mujer, que abuse de su situación de superioridad para obtener cualquier clase de favor. Ni siquiera voy a dirigir el dedo acusador contra ese grupo de mujeres que, de pronto, 30 años después, decide aliarse para demandar a un personaje universal. Están en su derecho. Y, eventualmente, en su deber.

Lo que me indigna es ese súbito rasgarse las vestiduras. Me refiero a la reacción de la Orquesta de Filadelfia, que canceló las actuaciones de Domingo, o la de Los Ángeles, que iniciará una investigación (¿o una caza de brujas?). No es así como se lucha contra la violencia de género, ni como se avanza en igualdad. Si para alcanzar esta o eliminar aquella, hay que echar por tierra los principios del Estado de derecho y la estricta separación entre ley y moral, en algo nos hemos equivocado.

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