La Carta Magna aprobada en 1993 establece con claridad que el Perú es un Estado laico, es decir, que garantiza la libertad de ideologías y de religiones, pues al ser un Estado de derecho, se establece la libertad de conciencia y religión como un derecho fundamental. La separación entre religión y Estado es, además, común a todas las democracias modernas.

Ello a pesar de que nuestra Constitución reconoce, asimismo, en otro acápite, una serie de compromisos con la Iglesia católica, que responden a sus históricas contribuciones y su condición de culto mayoritario entre los peruanos.

Sin embargo, esta contienda electoral está volviendo a poner sobre el tapete –como lo hizo, hasta el más afiebrado delirio, el anterior Congreso– la superposición de conceptos religiosos, ultramontanos por lo general, a los temas urgentes que demanda el debate político actual. Hablamos de propuestas y modelos de desarrollo que necesita el país, hoy mermado por la gravísima crisis económica en que nos ha sumido una pandemia cuya letalidad afecta tanto a los ciudadanos como a las empresas, negocios e instituciones.

El protagonismo que han tomado organizaciones católicas, cultos protestantes y movimientos bíblicos, en la formulación de supuestas alternativas a problemas sociales de envergadura nacional es altamente preocupante, ya que suelen despreciar no solo a la ciencia (económica, social, biológica), sino también los derechos fundamentales que las democracias contemporáneas reconocen, como la igualdad entre géneros y el rechazo a toda forma de discriminación de la mujer, de razas o la satanización de las minorías sexuales.

Esta dirección opuesta a la ruta de la modernidad es propia de la intolerancia ideológica, afín a los movimientos fundamentalistas religiosos surgidos alrededor del mundo, que no por casualidad se vinculan rápidamente a posturas autoritarias. En esos discursos antidemocráticos, altisonantes, que se resisten a aceptar cualquier atisbo de libertad de conciencia y de opciones vitales, convergen en la política peruana de estos días desde las iglesias protestantes más conservadoras hasta organizaciones mesiánicas como el Frepap, a la que se suma ahora Renovación Popular, cuyas posiciones son consideradas extremas incluso al interior de la propia Iglesia católica.

La sociedad peruana necesita retomar la senda del progreso tanto en la economía como en la cultura, la educación y la vida social. Es decir, todo lo contrario a una democracia baldada, mutilada, por el dogma religioso.

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