¿Qué hacemos con los adolescentes que delinquen?

"Hoy en día en el país han sido intervenidos 3,610 adolescentes por infracciones a la ley penal y el 48% se encuentra privado de su libertad".

Fecha de publicación: 04/05/2025 11:40 pm
Actualización 05/05/2025 – 6:54

Una noche cualquiera cuatro adolescentes que no tenían más de 16 años, armados con bujías y almohadas, rompieron los vidrios de mi carro, sustrajeron mis pertenencias y uno quedó atrapado por el seguro para niños. Horas después, la policía capturó a los demás. ¿El desenlace? Por tratarse de infractores fueron entregados a sus padres. Días más tarde, uno de ellos consiguió mi número de celular. Empezaron las amenazas. Todos tenían algo en común: habían pasado por el Centro Juvenil de Rehabilitación Maranguita.

Esa experiencia personal no es una excepción. Según el Ministerio de Justicia (Minjus), hoy en día en el país han sido intervenidos 3,610 adolescentes por infracciones a la ley penal y el 48% se encuentra privado de su libertad. El resto recibe medidas leves: libertad condicional, retorno al entorno familiar o tratamiento ambulatorio. En teoría, deberían cumplir procesos de rehabilitación con psicólogos, pero la realidad es otra. Existe apenas un psicólogo para cada 45 menores; ese mismo especialista debe, además, atender a sus familias.

Según cifras oficiales del Programa Nacional de Centros Juveniles (Pronacej), solo en enero de este año se atendieron 4,006 adolescentes, de los cuales el 93.8% son varones. Los centros están saturados, con poco personal y escasa infraestructura.

En el papel existen protocolos y medidas socioeducativas; en la práctica hay hacinamiento, abandono y violencia. Maranguita es el símbolo de este fracaso. No fue concebido como centro correccional. Nació como albergue infantil en 1945 —hace ochenta años— cuando aún no había vecindario y la población de Lima era de 850,000 habitantes. Hoy, Lima tiene alrededor de diez millones y medio de habitantes, y Maranguita es desde hace años un espacio improvisado, sin condiciones de seguridad y enclavado en medio de viviendas familiares.

Allí conviven menores con perfiles altamente violentos junto con adolescentes de bajo riesgo, porque no hay una clasificación y no se trabaja en el tema de reinserción. Mientras tanto, las bandas criminales aprovechan la debilidad del sistema: reclutan a menores para utilizarlos como brazo armado sabiendo que las consecuencias legales son mínimas. Una muestra es que el sicariato recluta como conductores de las motos a adolescentes diestros en el manejo.

La ley que permitiría juzgar como adultos a los adolescentes de 16 y 17 años sigue sin ser promulgada por el Ejecutivo. Los nueve centros juveniles y tres reformatorios existentes operan con presupuestos dirigidos al pago de planillas, no a mejoras reales. Tampoco existe una real reintegración en la sociedad. El sistema está colapsado.

Si seguimos tratando como infractores a quienes actúan como delincuentes y forman parte del crimen organizado, estamos negando una realidad violenta que ya se instaló en la sociedad y cuyos costos serán muy altos. El Código Penal del Adolescente suena bien en el papel, pero el papel no protege, no reeduca ni nos salva de los que serán experimentados criminales. No hay voluntad política. Pero el crimen sí exhibe a diario su violenta voluntad para delinquir.  

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