(Perú21)
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El inefable Barclays, estrellita presumida de la televisión, conoció a Shakira, cantante de formidable talento, hace veinticinco años. Barclays ya era famoso por su programa de entrevistas que se emitía desde Miami para las televisiones de América. Shakira venía llegando a Miami, después de triunfar en Barranquilla, donde nació, y en Colombia, donde reinó. Era bajita, levemente gordita, el pelo muy negro, azabache, la mirada impregnada de una curiosidad y una ambición salvajes.

Barclays estaba casado, infelizmente casado, y era padre de dos hijas. Shakira estaba de novia, infelizmente de novia, con un actor guapo y bastante tonto, que la golpeaba cuando hacían el amor.

Como Shakira quería conquistar América y luego el mundo, contrató a un profesor de inglés para comandar aquella lengua que hablaba a trompicones. Soñaba con hablar perfectamente en inglés, al punto de componer canciones y cantarlas en aquella lengua. Barclays pensó: esta chica es genial, pero está delirando.

Una noche Shakira le mintió a su novio y Barclays le mintió a su esposa y se encontraron en un cine para ver Titanic. Barclays se sintió poderosamente atraído a ella. En algún momento de la película, la tomó de la mano y ella la apretó con una calidez prometedora. Barclays quiso besarla en los labios, pero no se atrevió. Al final de la película, lloraron mucho y se tomaron de la mano nuevamente. Saliendo del cine, caminaron por una calle peatonal. La gente reconocía a Barclays más que a Shakira: él era el famoso, ella la aspirante a famosa.

Meses después, Barclays entrevistó a Shakira y se sintió profunda e irremediablemente enamorado de ella. Cuando se despidieron, Barclays creyó ver en la mirada luminosa y esperanzada de Shakira una puerta entreabierta al amor. Tenía que llamarla, debía atreverse. Pero estaba divorciándose de su esposa, y aquel proceso farragoso, enmarañado, tomando cursillos obligatorios los sábados, lo tenía sumido en una niebla confusa, depresiva. Así las cosas, no encontró fuerzas para llamar a Shakira y decirle que quería compartir su vida con ella. Pensaba: mi vida es demasiado triste para desbordarla o vaciarla sobre alguien. Por eso no la llamó. Esperó a estar mejor. Pero siguió amándola secretamente, como si fuera una conspiración indecible.

Cuando Barclays pudo salir de la niebla depresiva, ya era tarde: Shakira se había enamorado de un argentino. Barclays conoció al argentino. Era guapo y desastroso, astuto y perezoso, risueño y levemente obeso. Barclays se reconoció en él. Nos parecemos bastante, pensó. Shakira y el argentino se instalaron en Bahamas para eludir el agobio de los impuestos y la persecución de la prensa. Barclays los visitaba con frecuencia, era un vuelo corto desde Miami. No le gustaba dormir en casa de Shakira. Prefería irse a un hotel. Sufría pensando que él debía estar durmiendo al lado de Shakira y no el argentino, pero fue lerdo y pusilánime y dejó pasar el tren del amor.

Shakira quería tener un hijo, pero el argentino no compartía aquella ilusión. Una noche, cenando los tres en Bahamas, ella no pudo evitar un llanto discreto, elegante, cuando el argentino le dijo que no quería ser padre, y entonces Barclays se armó de valor y le dijo a Shakira:

-Si no tienes un mejor candidato para tener un hijo, conmigo puedes contar siempre.

El argentino sonrió. Shakira miró a Barclays con amor, o con un brillo que podía parecerse al amor. Barclays no se arrepintió de haber dicho lo que dijo.

Tiempo después, fueron en lancha rápida hasta la isla virgen que ellos habían comprado en el archipiélago de las Bahamas. Era un día soleado, insoportablemente caluroso, y el mar estaba tan transparente que podían ver los bancos de peces. Ya en la isla, el argentino y Barclays fumaron marihuana. Shakira se abstuvo. De pronto, apareció en el horizonte un yate. Era la embarcación de un cantante famoso. El argentino no tardó en subir a la lancha y dirigirse al yate. Shakira y Barclays quedaron solos en la isla. Entonces ella dijo:

-Vámonos de acá. Acompáñame.

De inmediato llamó por teléfono a alguien y le pidió que fuese a buscarla. Parecía triste o preocupada o con ganas de llorar. Barclays no sabía por qué Shakira estaba así, pero estaba dispuesto a acompañarla hasta el fin de los tiempos. Poco después, un viejo y ruidoso avión bimotor amerizó cerca de la isla. Shakira y Barclays caminaron por el mar, el agua hasta la cintura, él pensando un tiburón nos va a devorar, y llegaron al bimotor. Un piloto negro, en apariencia borracho, rodeado de latas de cerveza en la cabina, les dio la bienvenida y ofreció cervezas. El aparato tronó y se estremeció cuando levantó vuelo. Shakira tomó a Barclays de la mano, como diciéndole: estoy en tus manos. Barclays la miró a los ojos y pensó: este es el momento en que la beso en los labios, traiciono al argentino y sellamos nuestro amor. Pero no la besó. No todavía.

Cuando amerizaron cerca de la casa de Shakira, ella habló con el argentino y este le dijo que pasaría la noche en el yate, con su amigo, el cantante, y con las amigas del cantante. Shakira no pareció molesta o contrariada, antes bien pareció aliviada. Tan pronto como el chofer los condujo a la casa, bajó apurada y Barclays le preguntó si debía irse al hotel.

-No —le dijo ella—. Acompáñame. No quiero estar sola.

Barclays ocupó uno de los cuartos de huéspedes. Shakira se bañó y puso cómoda. Barclays se dio una ducha larga. Esta es mi oportunidad, pensó. Este es el momento de dar el golpe, se dijo. Esta noche Shakira será mía, malició.

Cenaron juntos, a la luz de unas velas. Escucharon música. Caminaron de noche por la playa. Se alejaron de la casa y se echaron en la arena. Hablaron. Se contaron algunos secretos. Se confiaron sueños e ilusiones. De pronto, Shakira le dijo:

-¿Qué esperas para besarme?

Barclays no se apuró en besarla, había esperado años para hacerlo. La besó lenta y delicadamente, con sumo respeto. No fue un beso fogoso, fue una aproximación cuidadosa, un estudio de las posibilidades eróticas que se abrían ante ellos. Luego intentó acariciarla.

-No —le dijo ella—. Solo bésame.

Aquellos minutos besando a Shakira en una playa de Bahamas de noche, traicionando al argentino, pasarían a ser inmortales o incombustibles en la memoria de Barclays.

Luego regresaron a la casa. Barclays no sabía qué hacer. Shakira le pidió que se fuera al hotel. Temía que el argentino llegase muy temprano por la mañana. Barclays se marchó sintiendo una felicidad que no conocía. No dudaba de que era cuestión de días para que Shakira terminara con el argentino y se entregara sin reservas a él.

Al día siguiente, los tres hicieron submarinismo y Barclays creyó sentir que Shakira lo miraba con una cierta distancia, como si lo que había ocurrido la noche anterior no hubiese pasado en absoluto. Shakira emergió del mar, Barclays salió poco después, el argentino siguió buceando. Entonces Shakira le dijo a Barclays:

-No puedo dejarlo. No todavía.

-No importa —le dijo Barclays—. Yo te espero. Te espero toda la vida.

Pero toda la vida son muchos años. Tiempo después, Shakira invitó a Barclays a Sudáfrica, al mundial de fútbol. Barclays se disculpó, le dijo que no podía dejar el programa y además le daba pereza viajar tan lejos, estaba demasiado enganchado a los hipnóticos, era adicto a ellos, tomaba ocho o diez cada noche. Incansable, Shakira viajó a Sudáfrica y conoció al gran amor de su vida, el futbolista catalán. Barclays pasó a ser, si acaso, un recuerdo espectral, fantasmagórico, el hombrecillo vacilante que la besó una noche en la playa. El secreto o la promesa del amor entre ambos se hundió en el fondo del mar, como la joya de la pasajera del Titanic.


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