Corrupción (Getty)
Corrupción (Getty)

Les deseo una feliz Navidad y un auspicioso 2018. Poco hay que agradecer al año que termina; quizás lo único de mención sea el que se hayan empezado a poner al descubierto los grandes y graves problemas –esos que los años normales logran encubrir– como la corrupción y la fragilidad institucional. Corrupción en todas las instituciones y en todos los partidos. Digan lo que digan, los que se libran son excepción y no la regla.

Aunque a la caviarada no le guste, y nunca lo va a admitir, se derrumbó el mito de la transición del 2000: que lo corrupto se circunscribía al régimen de Fujimori y que el nuevo régimen era sano, impoluto y recto. El mito del chivo expiatorio, como lo denominé en una columna de abril. Se trasladan todos las culpas a una persona y su régimen para que las expíe y, a cambio, todo el resto obtiene un perdón bíblico continuado.

Hubo mucha corrupción en los noventa y después la siguió habiendo. Ahora tenemos pruebas de que, mientras los “entrantes” enviaban a la cárcel a los “salientes”, seguían robando. Además, al crecer el tamaño de la tarta, los negociados subían de monto, y como el 3% de 1,000 es diez veces mayor que el 3% de 100, ahora estamos empezando a ver que la corrupción, lejos de caer, en realidad subía exponencialmente. Y eso que, por el momento, solo ha asomado la punta del iceberg.

Cambiarlo todo para que todo permanezca igual –“Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi”– como en El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa; el libro de cabecera de manipuladores y oportunistas en los momentos históricos de cambio de régimen.

Estamos presenciando una ráfaga informativa y procesal de casos de corrupción. Pero no es fruto de un ejercicio voluntario de regeneración local, sino resultado inescapable de la información que llega de Brasil, que es imposible de encubrir. La gran pregunta es si todo esto conducirá a avances genuinos en la lucha contra la corrupción o si, en su lugar, llevará al país a la desestabilización total de su frágil equilibrio institucional.

En una semblanza de Porras Barrenechea que escribió Hugo Neira en La República, allá por 2003, cita la siguiente frase de Porras: “En el Perú hemos hecho un culto y una carrera de la impunidad. Somos el país más impunista de América. Ya lo dijo Piérola: En el Perú nada quita ni da honra” (Enlace ).

¿Qué hacer para neutralizar el peso de la intrahistoria? De momento no he visto ninguna propuesta coherente y creíble.