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El primer agujero del telón de acero

“Nemeth me contó que, en la conversación telefónica previa que tuvo con el canciller alemán Helmut Kohl, este se interesó por el costo por alemán fugado”.

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La militarización de Berlín propició la construcción del muro que dividió la ciudad (Getty Image)
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Nada ilustra mejor la realidad cotidiana que los dichos espontáneos de la ciudadanía. En los diez años (1993 -2003) que trabajé con los países de Europa del Este y la ex Unión Soviética, aprendí un buen número de los que circulaban detrás del telón de acero. La mayoría contraponían las estrecheces del ciudadano a la grandilocuencia de la propaganda oficial. El más gracioso es el de los seis milagros del comunismo, que va así: 1. Hay pleno empleo, pero nadie trabaja; 2. Nadie trabaja, pero hay salario para todos; 3. Hay salario para todos, pero no hay nada que comprar con el dinero; 4. No hay nada, pero todos son dueños de todo; 5. Todos son dueños de todo, pero nadie está satisfecho; 6. Nadie está satisfecho, pero todos están a favor del gobierno.
Los colegas de la región que tuve en el Banco Europeo para la Reconstrucción y Desarrollo (BERD) fueron fuente inagotable del refranero socialista. El más ocurrente era el economista húngaro Miklos Nemeth, quien ocupaba el cargo de vicepresidente del BERD, pero que, entre 1988 y 1990, había sido el premier de Hungría que lideró la transición del país del comunismo a la democracia. Un día le pregunté sobre los entretelones del éxodo de alemanes de la comunista República Democrática de Alemania, a través de Hungría, hacia Alemania Federal, cuyo efecto dominó fue la caída del muro de Berlín y el principio del fin del comunismo. Rescato aquí una anécdota que les voy a contar, pero antes una breve digresión.
Cuando el dictador Nicolae Ceausescu llegó al poder en 1965, como la economía estaba alicaída, se le ocurrió una fuente novedosa de divisas. Consistía en permitir la emigración de ciudadanos rumanos de origen alemán a Alemania y de judíos a Israel –colectivos que ascendían a casi un millón de rumanos–, pero cobrando unos cuantos miles de dólares por visa de salida; la cifra variaba según la cualificación del emigrante y se negociaba caso a caso con los gobiernos de ambos destinos. Más adelante, como la demanda era potente, Ceausescu comenzó a exigir, en paralelo, unos miles más al emigrante. Lo recaudado iba a una cuenta cifrada en Suiza que controlaba directamente el dictador a través de Securitate (la sanguinaria policía política); la cuenta llegó a acumular 500 millones de dólares de los de entonces.
Dicho esto, vuelvo a Nemeth. Los alemanes del Este podían viajar a otros países del telón de acero, pero estaban obligados a regresar a riesgo de ser deportados. Algunos cruzaban a Checoslovaquia y de ahí a Hungría, cuya frontera con Austria estaba protegida por 250 km de alambrada electrificada.
A mediados de 1989, el gobierno de Nemeth decidió cortar la alambrada en varios puntos para, supuestamente, impulsar la confraternización de austriacos y húngaros, aunque en realidad era para permitir la salida de alemanes que, cuando corrió la voz, se aglomeraron en dicha frontera para de ahí fugarse a Alemania Federal. Nemeth me contó que, en la conversación previa que tuvo con el canciller alemán Helmut Kohl, este se interesó por el costo por alemán fugado, a lo que Nemeth replicó “no se preocupe, canciller, que esta vez paga la casa”.
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