Bill Gates vuelve a ser en 2014 el hombre más rico del mundo para Forbes. (AP)
Bill Gates vuelve a ser en 2014 el hombre más rico del mundo para Forbes. (AP)

Todos los eneros, con ocasión de Davos, hay una estadística que se vuelve viral: el número de billonarios cuya riqueza equivale a la de la mitad de la población menos afortunada. La divulga Oxfam que es una ONG contra la pobreza. Este año, la cifra fue 26. ¿Son pocos? ¿Cuántos deberían ser? ¿Cientos, miles, millones?

Para un partidario a ultranza del libre mercado y la propiedad privada, ese número no tiene ninguna relevancia pues es resultado de un orden deseable. Para gran parte de la opinión pública, en cambio, la situación representa una injusticia intolerable que hay que cambiar; y ese es precisamente el efecto en la opinión que busca Oxfam con la cifra de marras.

Prueba de que los 26 son creadores de riqueza es que casi todos son ricos de primera generación aunque la lista es heterogénea pues incluye tanto a grandes innovadores como Bill Gates, el fundador de Microsoft –que es además un filántropo que dedica su riqueza a la ayuda al desarrollo–, como a algún que otro oligarca mercantilista. Pero dejemos esto de lado.

La pregunta clave es ¿cuáles son los argumentos a favor de una distribución del ingreso menos desigual? El más popular es el que formuló John Rawls en su libro Una teoría de la justicia (1971) cuyo hilo conductor va más o menos así: como uno puede nacer inteligente o torpe, sano o enfermizo, en familia rica o pobre, etc. ¿Qué tipo de contrato social acordaríamos si tuviéramos la posibilidad de negociar antes de nacer? Sin duda trataríamos de asegurarnos un nivel de vida mínimo garantizado para cubrirnos ante la contingencia de nacer desfavorecidos. Para salvaguardar dicho mínimo habría que quitar recursos a unos para dárselos a otros, lo que se lograría mediante la progresividad impositiva y el gasto público.

El PBI, empero, no es un maná que cae del cielo, para poder distribuir antes hay que producir y para producir tiene que haber incentivos que, indefectiblemente, significan algún grado de apropiación de resultados y por lo tanto de desigualdad. Es en el cuánto de apropiación y el cuánto de redistribución –es decir en la delimitación y composición del mínimo garantizado– en lo que difieren liberales y socialdemócratas; cada maestrillo con su librillo, como en el refrán.

Yo creo, sin embargo, que hay un argumento a favor de la redistribución que es más potente que el de Rawls y es el principio de preservación de la economía de mercado frente los riesgos del populismo y la plutocracia. En cuanto al segundo riesgo, como ha destacado Thomas Piketty, la excesiva concentración de riqueza en pocas manos conduce inexorablemente en la captura de la política económica, de la división de poderes, y hasta la democracia. En cuanto al riesgo de populismo, el grueso de la población tiene poca formación económica para valorar los beneficios abstractos de la “mano invisible” del mercado y sucumbe con facilidad a la magia de las intervenciones simplistas de la soflama populista cuyo terreno fértil son los tiempos de adversidad. La redistribución reduce ambos riesgos.

Para redistribuir con eficacia, empero, se necesita un Estado eficiente como el de los países desarrollados; en los que no lo son, la mayor recaudación termina en burocracia y corrupción. Primero hay que reformar el Estado para luego poder redistribuir.

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