Foto: GEC
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Así solía Javier Neves saludar a los alumnos que se le acercaban a conversar en el patio de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica luego de una de sus clases. Los recibía con una sonrisa empática y acogedora a la que seguía su “jóvenes muchachos”, pronunciado con particular calidez.

Ese era su mundo favorito: el de los alumnos. A ellos les dedicó toda su vida. Su paso por el cargo de ministro de Trabajo, que se está colocando delante en las reseñas que se hacen sobre él en homenaje a su partida, fue más una anécdota. Javier nunca lo pondría delante en su lista de las cosas importantes que hizo. Y no porque no fuera importante, sino porque para él no era lo más importante.

Alguna vez me confesó que fue una época muy incómoda, principalmente por la necesidad de usar saco y corbata y tener que dejar colgado en su casa el gorrito que lo solía acompañar a donde iba.

A finales de los 80 fui uno de esos “jóvenes muchachos” que escuchaba con interés sus clases. Era un profesor asombrosamente claro.  Preocupado y preparado. Nunca lo atrapó la rutina de lo que ya sabía. Partía de lo que ignoraba para preparar una clase. Uno enseña más para aprender lo que no sabe que para transmitir lo que sabe. La ignorancia curiosa es el ingrediente principal de la sabiduría. Él lo sabía.

MIRA: Ingenuidad

Discrepé con casi todo lo que dijo. Pero compartí casi todas las razones por las que lo dijo. Siempre lo movió su sincero interés por mejorar la vida de los demás. Tenía una gran capacidad para crear consensos y, sobre todo, para crear consensos discrepantes, una curiosa paradoja que solo personas muy sabias y empáticas pueden mantener sin caer en contradicción. Era de opiniones fuertes y firmes, pero a la vez muy abiertas a la posición del otro.

Hace solo unas pocas semanas dejó en su Facebook un mensaje. “Sí. Estoy con Covid”. Solo dijo que tenía algo de tos y síntomas menores. En estos tiempos esos mensajes ni tranquilizan ni inquietan. Uno busca en las palabras esperanza, pero tortura su mente con incertidumbre. Esta semana acabó, lamentablemente con la incertidumbre.

La vida y la muerte son, en esencia, inmerecidas. No hay relación causal entre ser bueno y vivir o ser malo y morir. La muerte no es justa ni injusta. Es destino o azar antes que premio o castigo. Su ocurrencia cercana nos puede doler más o nos puede doler menos. Pero rara vez vivir o morir es consecuencia de nuestros méritos o deméritos. De ser así algunos, como Javier, serían inmortales.

Lo más doloroso es la cruel manera en que esta enfermedad convierte la muerte en algo tan impersonal y distante. No tener cerca a quien uno quiere genera un contexto en el que los síntomas de olvido y soledad se manifiestan, sin verdadero motivo, en la frialdad de una sala en un hospital.

Estoy casi convencido que el poder saludar con su “jóvenes muchachos” al grupo de estudiantes curiosos que se acercaba a él al final de una clase es una de las cosas que más extrañó. Una lejanía curiosa para alguien que en esos momentos estaba en las mentes y sentimientos de tantas personas. Pero esa es la paradoja de estos tiempos que nos lleva a darnos cuenta que pensar intensamente en alguien no significa estar cerca.