Trump insiste en su guerra comercial contra China. (Foto: AFP)
Trump insiste en su guerra comercial contra China. (Foto: AFP)

Qué duda cabe que la globalización ha sido el fenómeno económico y cultural más destellante de los últimos tiempos: ha regado de prosperidad a países sumidos en la pobreza, provisto de trabajo a millones, transformado el estancamiento en crecimiento y ofrecido una vía de desarrollo a naciones enteras.

Las últimas tres décadas han servido para hilvanar una red de conexiones económicas que ha rediseñado la manera en que se intercambian y manufacturan bienes y servicios, a través de la confección de las cadenas globales de valor, tratados de libre comercio y bloques económicos como la Unión Europea que permite el libre tránsito de bienes y personas, cúspide de la globalización. 

Los países desarrollados impulsaron el proyecto de la globalización como una empresa donde todos los participantes se beneficiarían. La reluctancia en un principio de los países del tercer mundo se vio disipada—en mayor parte— cuando las mieles de este proceso endulzaron sus proyecciones de crecimiento y bonanza.

Donde antes fabricar un televisor en los Estados Unidos comprometía un mayor presupuesto, derivado de una mano de obra y de suministros más caros, ahora externalizar el ensamblaje a países asiáticos donde los costes de explotación son considerablemente más reducidos, le viene mejor tanto para el productor como al consumidor, ya que el producto se hace más asequible.

No obstante, algunos críticos que advertían de las potenciales consecuencias negativas de la globalización en países del primer mundo, parecen haber estado en lo correcto. ¿De qué le sirve a un trabajador norteamericano un producto más barato proveniente de Taiwán, si su sueldo se ve esquilado—debido a la externalización de su trabajo—, en una proporción mayor a la reducción del precio del bien?

En este siglo la clase media norteamericana ha dejado de ser la mayoría, relegando su puesto al estrato más pobre, debido en parte al cambio radical en el tejido industrial y aunque el término desigualdad no es sinónimo de pobreza, la diferencia cada vez más abismal entre los ingresos de los más ricos y los más pobres, sí debería preocuparles. Como bien sabemos los peruanos, aquello genera rémoras al crecimiento y al desarrollo, además de anquilosar los engranajes de la economía.

Puede que la globalización ofrezca una explicación a la elección de Trump y del Brexit. Tres Estados que componen el llamado Rust Belt, localizado al noreste de EE.UU., otrora conocido por ser la fragua del país, donde se asentaban las industrias pesadas y del acero, votaron por Trump principalmente por la destrucción del trabajo obrero (Blue-Collar) que ha sido transferido a ultramar donde los sueldos son más bajos.

El Brexit, bien se podría reducir a una cuestión: la inmigración sin asimilación. Los humanos no respondemos bien al cambio, especialmente cuando es repentino. En algunos poblados del Reino Unido, en cuestión de quince años, la población se ha duplicado, siendo la mitad inmigrantes. Aquel influjo deprecia los sueldos de la zona y rediseña el concepto de país, cultivando la xenofobia y haciendo creer que los tiempos pasados fueron mejores (Make America Great Again y Take Back Control).

Durante un tiempo, que el trabajador promedio europeo o norteamericano perdiera su trabajo ante un chino o indio al otro lado del planeta, poco afectaba sus proyecciones laborales, pues eran absorbidos inmediatamente por las nuevas industrias del impulso globalizador. Sin embargo, la implementación cada vez más agresiva de tecnología en las industrias, de la inteligencia artificial en los servicios y la inyección de mano de obra barata como resultado de la inmigración, componen un cóctel de saturación social alarmante y parece que cada vez será peor.