El presupuesto vigente para inversiones asciende a S/72,000 millones, pero el Gobierno nacional solo concentra el 39%, es decir, S/28,000 millones. Son los Gobiernos regionales, con S/16,000 millones, y sobre todo los Gobiernos locales, con S/28,000 millones, los que en conjunto deben gestionar el 61% de los fondos públicos para inversiones.
Faltando prácticamente dos meses para que concluya el año fiscal, la ejecución total de inversiones apenas supera el 55% (60% en el Gobierno nacional, 47% en los Gobiernos locales y 59% en los Gobiernos regionales).
Al cierre del año, y a pesar de los esfuerzos por acelerar la ejecución, es probable que esta bordee el 75%, tal como ocurrió el año pasado. Esto significa que, a pesar de las enormes brechas que enfrentamos, habremos dejado pasar nuevamente 1 de cada 4 soles presupuestados.
Es evidente que esta baja capacidad de ejecución se debe, esencialmente, a la falta de competencias en la administración pública, un problema histórico de naturaleza compleja y multicausal.
Podemos enumerar algunas de las causas dentro y fuera de la administración. En primer lugar: inadecuada programación, limitadas competencias de los operadores, falta de control de gestión y seguimiento, carencia de liderazgo y de gerencia, poca integración de los procesos de los distintos sistemas administrativos, entre otras. En segundo lugar: la precariedad institucional y política que conduce al cambio frecuente de autoridades, la corrupción, la compleja y cambiante normatividad, la falta de incentivos para la ejecución, la inoportuna disponibilidad de los recursos, entre otras. Pero hay una causa que está en la intersección de lo interno y lo externo: el llamado “temor a la fiscalización”, que ralentiza y hasta paraliza la toma de decisiones.
La fiscalización en el manejo del presupuesto es una responsabilidad compartida en un ecosistema de control. En él está el control público, que a su vez agrupa al control político que ejerce el Congreso de la República, al control jurisdiccional del Poder Judicial, al control fiscal del Ministerio Público y al control gubernamental que ejerce la Contraloría General.
Evidentemente, uno teme lo que no conoce y, por tanto, si el funcionario no tiene las competencias necesarias, muchas veces, instintivamente preferirá no tomar riesgos, no decidir y culpar a otros. Ello trae, como lo evidenciamos diariamente, consecuencias negativas que afectan tanto la eficiencia del Gobierno como el bienestar de la ciudadanía.
La reforma del control gubernamental —que impulsó en su oportunidad la Contraloría General— condujo, entre otras cosas, a la instauración del control concurrente, que impulsa un control más preventivo y no solo sancionador y/o punitivo, con lo cual la ejecución eficaz en la administración pública ya no debiera generar tanto miedo en los funcionarios competentes.
Pero en donde reside el principal temor de los funcionarios calificados radica en la gestión de denuncias, el control fiscal y jurisdiccional. La apertura de investigaciones preliminares sin indicios sólidos de irregularidad desvirtúa el propósito de las pesquisas y convierte el proceso en un calvario costoso para el funcionario y el Estado, que finalmente quedan marcados como sospechosos de corrupción.
Además, la actuación de fiscales y jueces en diversos casos de corrupción de funcionarios ha resultado, tras años de investigaciones, en situaciones en las que personas inocentes pagan por las culpables, porque se acusa y condena basándose únicamente en pruebas indiciarias. Esto ha convertido al servicio público en una profesión de alto riesgo ante la imposibilidad de mitigar o transferir este riesgo, y muchas personas altamente capacitadas prefieren evitar ser parte de la administración pública.
No cabe duda de que la inseguridad ciudadana es ahora la principal preocupación de la sociedad y debe abordarse de manera urgente. Sin embargo, la reforma institucional, que incluso permitiría hasta mejorar la efectividad de la lucha contra la inseguridad ciudadana, es la reforma integral del sistema de justicia. Ojalá la clase política y dirigente de nuestro país entienda y la impulse, no solo con prioridad, sino con objetividad.