Así me replicaba uno de los jóvenes con los que tengo la oportunidad de conversar seguido por el mismo trabajo de diálogo y educación democrática del que participo desde la sociedad civil. Su pregunta no estaba relacionada con apoyar la posición de la parlamentaria, sino que le llamaba la atención sobre lo difícil que resulta explicar a otros la diferencia entre una opinión por creencias y un discurso de odio. Apuntaba también que lo hacen tan sutil, y que luego en hordas digitales salen a sostener que la libertad de ofensa es libertad de expresión, y a quejar de cancelatoria cualquier respuesta a esa ofensa.
Como sabemos, la congresista de Renovación Popular, Milagros Jáuregui de Aguayo, en un evento en el Congreso señaló que los hogares de parejas del mismo sexo se portan como animales y los acusó de abusos sexuales a menores con estas palabras: “Y muchas veces cuando ya están con unos tragos de más y en una noche de placer involucran a los niños en sus relaciones. Nosotros hemos escuchado tantas historias (…) de personas que han crecido dentro de un hogar que no era un hogar donde existía un hombre y una mujer. Por eso es que nosotros peleamos esta batalla cultural porque no podemos permitir que el ser humano se porte como un animal cuando tiene conciencia y razonamiento” (sic).
Ahora ¿por qué este discurso disfrazado de creencia religiosa es tan grave?
Lo primero que encontramos es que deshumaniza a una parte de la población peruana, a una minoría de diversidad sexual, específicamente a las familias de parejas del mismo sexo con hijos. Atribuirle a estos hogares comportamientos de animales es quitarles humanidad para que sea más fácil agredirlas y quitarles sus derechos. Y esto lleva a otra consecuencia deplorable, al categorizarlas como indeseables o peligrosas solo por su orientación sexual las deslegitiman moralmente y eso hace que se incite el odio y se legitime la violencia contra estas personas. Bajo esta narrativa se aseguran además que no haya quien busque defenderlos después de estigmatizarlos.
Otro aspecto infame es que fue dicho por una representante del Parlamento, una funcionaria pública al servicio de toda la nación y no solo de los que comparten sus creencias, y no puede usar ese poder y una institución como el Congreso y su canal para lanzar un sermón que agrede derechos fundamentales de una minoría de peruanos. No se trata aquí de que está expresando su opinión sobre el modo en como ella cree que debe vivir su vida, sino que cuando habla de su modelo ideal deshumaniza y atribuye delitos a otro tipo de familia.
Es repetitivo este discurso organizado que siguen políticos religiosos como la congresista para atribuir delitos a las personas LGBTIQ+. No hay evidencia alguna de que las personas homosexuales tengan más probabilidades de cometer abusos sexuales contra menores porque los delitos no son atribuibles a ninguna orientación sexual. Repetir esto no es libertad de expresión, más bien linda con la perversidad. Como expresa José Benegas: “La libertad de expresión en términos heroicos resguarda la crítica y el desafío al poder, no el ataque a ciudadanos indefensos”.
Estos religiosos que hacen política pretenden salir impunes amparados en la libertad de creencia y de expresión. Tenemos que recordarles que las palabras también dañan, que no pueden convertir sus creencias y prejuicios en ofensas, que en una sociedad libre y democrática no es tolerable que se organicen con el poder que le dan los ciudadanos para estigmatizar a otro grupo de ciudadanos. Que nuestra Constitución protege que nadie deba ser discriminado y que la discriminación puede ser investigada y sancionada penalmente.
Por todo esto está muy mal lo que dijo la congresista Jáuregui, porque no se puede valer de la libertad de expresión y de creencia, ni de su cargo de congresista para promover discursos deshumanizantes y discriminatorios que buscan hacer desdichada la vida de otros peruanos.