¿Qué sentimos cuando alguien nos dice que está mal algo que consideramos normal, que fluye sin que tengamos que detenernos a pensar? Probablemente, irritación, una vivencia cercana a cuando emerge una nota discordante en una melodía que apreciamos, o alguien nos pide que nos miremos los pies cuando estamos bailando. Si, además, el señalamiento viene envuelto en un sermón, podemos llegar al borde de trasgredir el quinto mandamiento.

Discursos veganos cuando vamos a dar cuenta de una jugosa hamburguesa o llamados a la inclusión lingüística cuando nos dirigimos a un grupo. No solo hacemos algo mal: somos malos.

Habernos desarrollado en una cultura carnívora o crecido diciendo “ellos” cuando también nos referimos a ellas no nos convierte en maltratadores de animales ni en odiosos machistas. Pero si acabo de adoptar un can abandonado o mi voto ha llevado a la gerencia de la empresa a una compañera de trabajo, diremos muchos.

Estar permanentemente expuesto a dedos acusadores que buscan descalificar o convertir es parte de la terrible polarización que se vive por doquier. Contrariamente a lo que muchos creen, no se trata de una polarización ideológica sino afectiva, emocional.

Es el erizamiento ante lo que es diferente o contrario a usos y costumbres que hemos interiorizado a lo largo de nuestro desarrollo, y que ahora se presenta como el nuevo y definitivo menú. Muchos de esos usos y costumbres normalizados durante años son seguramente tóxicos, injustos, eventualmente inmorales. ¡Qué bien que se transformen!

Pero pensar que machacar a punta de discursos e invocaciones, manifestaciones y manifiestos, avergonzamientos y apanados virtuales, nuevas normas, es contraproducente y conduce, muchas veces, además de a un escaldamiento generalizado que impide el debate y el diálogo, a movimientos pendulares malsanos.

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