Las playas del deseo.
Las playas del deseo.

Mi mujer es extraordinariamente atractiva. Tiene apenas treinta años. Corre varias millas todos los días. Va al gimnasio sin falta. Cuida su dieta. Se mantiene en espléndida forma. No tiene dos kilos de grasa.

Siendo tan llamativa su belleza, no le faltan enamorados, pretendientes y piratas que procuran asaltar sus tesoros más íntimos. No por estar casada conmigo deja de tener enamorados y enamoradas. Su cuerpo es suyo, no es mío. Sus apetencias y fantasías son suyas, no son mías. En el territorio libre e impredecible del amor, nadie es de nadie, nadie le pertenece a nadie, nadie posee a nadie. Por estar casada, quizás resulta más atractiva para los corsarios y bucaneros que quieren saltar sobre ella y disfrutar de su cuerpo.

A poco de mudarnos a la isla en que vivimos, vino a visitarla un amigo que había sido su amante o había intentado serlo y lo había conseguido solo a medias. Era guapo sin sentirse guapo, muy inteligente. Me impresionó su agudeza, su inteligencia. Quería ser director de cine. A pesar de su corta edad, tenía un puesto importante en una empresa transnacional. Se quedó a dormir en nuestra casa, en el cuarto de huéspedes. Para mí fue evidente que ese joven tan brillante, lector voraz, cinéfilo consumado, estaba enamorado de mi mujer. Lo traté con todo mi afecto. Cómo podía no comprender que él viese en mi mujer lo que yo también veía, lo que me había arrojado a sus brazos, en medio de una pasión irresistible y caudalosa, como son las pasiones que van a morir al mar. Los dos estábamos enamorados de mi mujer, hechizados por ella. Yo jugaba con una pequeña ventaja: era local, estaba en mi casa. Pero él me llevaba una ventaja nada desdeñable: era veinte años menor que yo. Para mi fortuna, mi mujer eligió seguir conmigo.

Mi competidor se marchó de regreso a su ciudad y siguió intentando conquistar a mi mujer. No lo consiguió. Se rindió. Se casó con una mujer muy parecida a la mía.

Un tiempo después, mi mujer me contó que su instructora del gimnasio, una brasilera, era muy atractiva. Me dijo también que la brasilera la miraba con una intensidad muy particular. Creo que le gusto, me dijo. Me mira como si quisiera tener algo conmigo, me contó. Me enseñó fotos de ella. Era espectacular, tenía un cuerpo alucinante. Le pregunté si la brasilera le resultaba una tentación, alguien que la erotizara o pudiese erotizarla. Me dijo que la encontraba muy sexy, pero no se imaginaba teniendo sexo con ella. El peligro, sin embargo, estaba allí, latente. De nuevo, ¿qué podía hacer yo, salvo contemplarlo todo con espíritu curioso, levemente melancólico, sabiéndome derrotado de antemano, o al menos fuera de juego, incapaz de competir con aquella diosa brasilera? Dos cosas me salvaron de que la diosa conquistase a mi mujer: era cocainómana, dónde se ha visto una instructora de gimnasio que aspira cocaína, y salía con un tenista peruano. La brasilera insistió todo lo que pudo. Una tarde llena de mosquitos vino a nuestra casa y nos dio masajes a ambos, tendidos en sus camillas plegables. Recuerdo sus manos grasosas presionando con fuerza excesiva mis carnes flácidas, recuerdo a los mosquitos haciendo un banquete conmigo, recuerdo haber pensado: esta mujer no quiere darme un masaje, sino estrangularme.

En el ámbito del amor y la sexualidad, una zona franca que, aunque no nos haga gracia, está gobernada por la mano invisible del mercado, las leyes de la oferta y la demanda, la libre competencia, pues en el amor nadie tiene o debería tener el monopolio sobre nadie, me surgió, tiempo después, otro competidor de cuidado. Se trataba de un hombre casado, de origen alemán, compañero de colegio de mi mujer. Su amigo alemán era tan guapo, tan perfecto, tan alto y fornido, tan caballeroso y comedido, que parecía una criatura inhumana, un muñeco de cera, un invento tecnológico: era demasiado perfecto para ser humano, para que yo pudiese competir con él y ganarle. Así que, de antemano, me rendí, y le dije a mi mujer que, si quería tener revolcones con su amigo, les daba mi bendición. Pero ella es rara e impredecible. Salía a comer con su amigo, solos los dos, no sé cómo el amigo lograba burlar la vigilancia de su esposa, quizás ella estaba de viaje, y luego, en la camioneta, él intentaba besarla, pero mi mujer lo frenaba, le decía que no le provocaba, y él insistía tanto que ella se bajaba de la camioneta y decía mejor regreso caminando a mi casa. Bromeando después de hacer el amor, le dije a mi mujer: tu amigo alemán es tan guapo que, si me hubiera besado a mí, créeme que no me habría bajado de la camioneta.

Más recientemente entró a competir conmigo un profesor de tenis. Mi mujer es una gran tenista, aprendió a jugar de niña, llegó a competir en torneo de clubes. El profesor de tenis, treintañero, es guapo y simpático. Antes era profesor en California. Tuvo entre sus alumnos a ciertos actores famosos. En los últimos tiempos, mi mujer me ha sorprendido diciéndome, cuando me iba a la televisión, que saldría a comer con el profesor de tenis. Me sorprendió, pero aprecié que me lo contase con brutal honestidad. Le dije que me parecía muy bien que saliesen juntos. No tenía sentido oponerme, permitirme un ridículo brote de celos pueriles, negarme a la competencia. Si quiere competir conmigo, debo usar mis mejores armas, pensé. Y mi mejor arma no es, no puede ser, mi juventud perdida, ni mi cuerpo estragado, ni mis bríos eróticos. Mi mejor arma será, si acaso, mi inteligencia. Es decir, que no me pondré celoso, no actuaré como un idiota posesivo y le daré la bienvenida a ese nuevo competidor, que, viendo a mi mujer tres veces por semana en las clases de tenis, parecía, a primera vista, más peligroso que los otros desafiantes.

Una noche, haciendo el amor, sentí distante a mi mujer. Me pidió que no la penetrase, que solo la mirase. Cerró los ojos y se tocó. No está pensando en mí, pensé. La miré, adorándola. Cuando terminamos, le pregunté si estaba enamorándose del profesor de tenis. Me dijo que no, que solo lo veía como un amigo. Me quedó, sin embargo, la duda. Pero, de nuevo, elegí ser generoso. Si te gusta y quieres tener sexo con él, no te lo prohíbas, le dije. No te preocupes, no va a pasar nada, me dijo. Pero sentí que estaba en peligro. Pensé que, si se acostaban, el profesor perdería la cabeza por mi mujer.

No hace mucho, a la vuelta de Madrid, mi mujer salió a cenar con el profesor de tenis. Lo supe porque me lo contó con absoluta, deliciosa naturalidad. La abracé, le di un beso, le deseé suerte. Luego me fui a la televisión. No es fácil hacer un programa en vivo, de hora y media, hablando de cosas serias, cuando estás pensando que, tal vez, a esa misma hora, tu mujer se está enamorando de un hombre tan joven y tan guapo que no puedes competir con él.

Todas las mañanas, mi mujer va a la playa de la isla. Me pregunto si se encontrará con el profesor de tenis. Aunque me tienta, no quiero aparecer en la playa como el amante despechado que desconfía de su mujer. Las playas del deseo son públicas, de todos, y nadie me ha nombrado salvavidas ni tengo aptitudes para cumplir ese papel. Lo mejor será mirar desde lejos el mar donde van a morir todos los ríos de las pasiones irresistibles y caudalosas y esperar en la sombra a que cada ola reviente como estaba en su destino deshacerse. Si me meto, sé que moriré ahogado.

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