Por este hecho, Fuerza Popular decidió abandonar el hemiciclo del Parlamento. (Foto: Anthony Niño De Guzmán / GEC)
Por este hecho, Fuerza Popular decidió abandonar el hemiciclo del Parlamento. (Foto: Anthony Niño De Guzmán / GEC)

Se quedaron a medio camino, justo a la mitad. Exactamente, dos años y seis meses después de conquistar la mayoría absoluta en el Legislativo, los fujimoristas perdieron el control del Parlamento.

El 28 de julio de 2016, Fuerza Popular tenía 73 representantes, el ceño fruncido, la mirada biliosa y el tono innecesariamente hinchado. Pocas veces el tufo del poder emanó tanta acritud.

La nueva dirigencia sostenía, contra los resultados documentados de la ONPE y los informes independientes de veedurías internacionales, que les habían robado la elección; según sus voceros oficiosos, la trampa había estado en la cantidad de policías que se quedaron sin votar por la orden de inamovilidad que había decretado para el día de las elecciones el entonces ministro del Interior de Ollanta Humala. En su razonamiento, todos los integrantes de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional son fujimoristas, y no es cierto que el antifujimorismo sea la agrupación política más fuerte y predecible del siglo XXI en el Perú.

La vieja y experimentada guardia fujimorista les aconsejó que acompañaran al Gobierno electo sentando una suerte de protectorado, les sugirió que se transformaran en el puente que podría unir 2016 con 2021; pero todos los que opinaron en ese sentido terminaron expectorados.

El único espacio válido para Fuerza Popular era la revancha, el escarnio y la humillación del enemigo. Y esto a pesar de que “su enemigo” era una entelequia despistada, políticamente débil, estratégicamente incapaz y sobre todo vulnerable. La desproporción de fuerza entre los rivales hizo que la ciudadanía los percibiera como abusivos y los empezara a juzgar. La forma y las razones que usaron para censurar al ministro Jaime Saavedra y pronto a la ministra Marilú Martens y al gabinete presidido por Fernando Zavala fueron más que elocuentes.

A pulso, el todavía poderoso bloque de Fuerza Popular, o lo que podía llamarse entonces el keikismo, se ganó el rechazo, incluso de quienes en 2016 le habían dado su voto más genuino, el de la primera vuelta electoral: Keiko Fujimori pasó a la segunda vuelta con los votos del 32% de los peruanos; dos años y medio después, ha perdido casi dos terceras partes de ese apoyo original. Cumpliendo un mandato judicial de prisión preventiva, Keiko terminó el 2018 con 12% de aprobación.

El escenario donde sus representantes hicieron gala de su comportamiento hostil, naturalmente, pagó pato: el Congreso terminó el 2018 con 75% de desaprobación.

El último jueves, luego de pretender una censura contra el presidente del Congreso que ellos mismos habían instalado cinco meses atrás, se vieron a sí mismos reducidos a un total de 56 parlamentarios. Se acabó la mayoría absoluta. En la conferencia de prensa que ofrecieron para anunciar que retiraban su moción de censura, no hubo ni rastro de la barra brava: Bartra, Beteta, Aramayo, Chacón, Chihuán, Becerril, Galarreta brillaron por su ausencia. Se resisten a aceptar la realidad o no saben comportarse en un escenario que no sea de guerra.

El liderazgo vertical que impuso Keiko Fujimori, el que la llevó a cuestionar las gestiones de un sector de su bancada para lograr el indulto de su padre, el que la determinó a ordenar la expulsión del partido y del Congreso de su propio hermano; ha dejado a ese proyecto político populista descabezado y sin rumbo cierto. Ya fueron los tiempos del chat La Botica; ya fueron los de los impunes atropellos del Mototaxi.