Dina Boluarte está sentada al borde de su cama. Todavía en bata, la presidenta del Perú, mira, embelesada, las tres enormes maletas que están en el suelo frente a ella, semiabiertas, casi repletas, como si fueran pequeños volcanes a punto de erupcionar. De pronto, da un suspiro. “¿Será suficiente para el viaje? ¿Me sobrará ropa? ¿Me faltarán días?”, murmura, “¡Qué difícil es ser presidenta!”.
Una hora después, Boluarte se encuentra en el despacho. En la página de su laptop, en Google, teclea: Suiza. Empieza a leer el primer texto que le aparece. Tres líneas después, ve, con regocijo: “Las industrias bancaria y financiera son clave, y los relojes y el chocolate de Suiza son conocidos en todo el mundo”. “¿Relojes?”, repite, “¿no será que los Rolex son de Suiza?”. En el acto, vuelve al buscador y escribe: “Rolex” y “Suiza”. Los ojos de Boluarte brillan mientras una sonrisa ambiciosa expande su cara.
En ese momento, la secretaria le anuncia que Gustavo Adrianzén, el presidente del Consejo de Ministros, ha venido a verla. Luego de un par de minutos, el premier ingresa al despacho presidencial. Boluarte, como pocas veces hace, se levanta de la silla, bordea el escritorio y le da el encuentro. Ambas autoridades se saludan. La presidenta invita a Adrianzén a sentarse en la pequeña mesa ubicada en el centro mismo de la oficina.
—¿Cómo está, señora presidenta?
—La verdad es que muy bien —responde resuelta, con absoluta sinceridad.
—¿En serio? Qué bueno.
—Sí, Gustavo. Hace tiempo que no me sentía tan bien.
El premier va a hablar, pero se contiene. Demora un instante más en elegir bien las palabras.
—Imagino que es por lo de su hermano —dice al fin.
—Claro, por eso primero. Es un alivio saber que ya nadie lo está persiguiendo.
—Bueno, señora presidenta. Para ser exactos, en ningún momento la policía lo estuvo buscando.
Adrianzén abre los ojos y pestañea. No entiende de dónde le viene ese instinto autodestructivo. Sobre todo cuando siempre se ha distinguido por llevar al límite su instinto de supervivencia.
—Claro, lo sé —admite Boluarte—, pero tú me entiendes. Igual tenía que estar escondido.
—¿Escondido? Bueno, tan escondido tampoco estaba.
Apenas suelta la frase, Adrianzén se tapa la boca con la mano.
—¿Oye, Gustavo? ¿Qué te pasa? Parece que quisieras que mi hermano siga en la clandestinidad.
—¿En la clandestinidad? Pero si usted sabe que…
—¿Qué? ¿Qué cosa sé? —pregunta mientras cierra los puños con fuerza.
El premier da un largo suspiro.
—Nada, señora presidenta —dice Adrianzén y, luego, más en control de sí mismo, agrega—. Tiene razón. En buena hora se acabó la persecución contra su hermano. No había derecho de haber tratado así al pobre Nicanor.
—Es lo que digo. Lo que más me molesta es que solo lo han investigado por ser mi hermano.
—Y también por la designación de subprefectos para financiar una red criminal y lograr la inscripción de un partido político.
Adrianzén siente que vuelve a perder el control. Qué es eso de andar diciendo la verdad frente a la presidenta.
—Bueno, eso dice la Fiscalía —se corrige—. Pero ya sabemos que la Fiscalía está digitada.
—Decía que estaba alegre no solo por lo de Nicanor.
—También estoy contenta porque la gente empieza a cambiar su percepción de mí.
–¿Cómo así?
—¿Qué? ¿No has visto? Mi aprobación ha aumentado. Ahora el 5% aprueba mi gestión.
—Ha aumentado un punto.
—Algo es algo, ¿no crees? Acuérdate que últimamente mi aprobación bajaba cada mes. Ya estaba pensando que pronto iba a deber porcentaje.
Del rostro de Boluarte, emerge una sonrisa tímida, nerviosa, como si hubiera nacido involuntariamente.
—Bueno, tiene razón, señora presidenta. Viéndolo así, es una muy buena noticia.
Ahora la presidenta, de pronto, recupera su semblante.
—Estoy contenta por eso, por lo de mi hermano y por este viaje.
—Imagino, siempre es bueno estrechar relaciones en el extranjero.
—Siempre es bueno salir de este país y punto.
—Bueno, eso también.
—Ahora entiendo eso de que nadie es profeta en su tierra. Cuando salgo me tratan como una reina. Regreso aquí y me acusan de todo. Y, encima, quieren que gobierne bien.
—O al menos que gobierne.
Esta vez, Adrianzén no hace ningún gesto de arrepentimiento o de querer desviar la atención. Decide que lo mejor es seguir como si nada.
—Justamente quería hablarle del viaje, señora presidenta.
—Antes que me digas algo del viaje. ¿Sabías que los Rolex son suizos?
—Bueno, sí, algo de eso había escuchado.
—¡Cómo es la vida! El destino ha querido que viaje a la tierra de los Rolex.
—Precisamente de eso quería hablarle. He estado revisando la lista de las personas que viajan con usted.
Boluarte pone la cabeza de lado, como si quisiera apoyarse en su hombro.
—Ya entiendo, Gustavo. Tú querías ir también.
—No, señora presidenta.
—¿Y por qué no querías ir?
—No, no es que no quería ir.
—¿Entonces sí querías ir?
—Sí, claro, pero cuando le hablé de la lista de viajeros no era por eso.
—¿Y entonces qué pasa con la lista?
Adrianzén carraspea. Trata de agravar su voz.
—He visto que su amiga Giordano está incluida.
—Sí, ¿cuál es el problema?
—No, no hay problema, pero acuérdese que ella nos ayudó justamente con el caso de los Rolex. Ella apoyó la versión de que los relojes fueron un préstamo de Oscorima.
—Eso no tienes que recordármelo. Por supuesto, que lo tengo presente.
—Es solo una cuestión de imagen, señora presidenta. Usted viaja al país de los Rolex con una de las testigos de ese caso. ¿Entiende por qué se puede prestar a malas interpretaciones?
Los labios de Boluarte se contraen y forman un puchero irregular, deforme.
—Carmen viaja conmigo y eso no está en discusión.
El premier asiente con la cabeza con la misma actitud de un niño ante el regaño de su madre.
—Está bien, señora presidenta.
—¿Algo más?
—Bueno, le iba a decir que los policías que viajan con usted son también testigos del caso del ‘cofre’ presidencial, pero mejor ya no le digo nada.
—Mejor, Gustavo, mejor.
En seguida, Adrianzén se pone de pie. Se despide de la presidenta y camina hacia la puerta del despacho. De súbito, se detiene y da la vuelta.
—Una cosa más. Sobre el tema de los Rolex...
—No te preocupes, Gustavo. Te aseguro que no voy a comprarme ninguno. Ya aprendí la lección.
—Es lo mejor, señora presidenta.
Adrianzén se apresta a voltear, con dirección a la puerta, pero la presidenta lo retiene.
—Gustavo, espera. Se me acaba de ocurrir una gran idea. Ahora que a Nicanor le revocaron la orden de prisión preventiva, puede ir a donde quiera, incluso a Suiza, ¿no es cierto?
—¿Gustavo, te pasa algo? ¿No me vas a responder?
El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!