Pequeñas f(r)icciones: ¿Por qué Dimitri no dimite?
Pequeñas f(r)icciones: ¿Por qué Dimitri no dimite?

Pese a que el presidente Pedro Castillo –Cajamarca, 52 años, maestro– tenía en su frente el sello inocultable de la corrupción, Dimitri Senmache –Lima, 47 años, abogado– aceptó ser ministro de Estado, creyendo –o queriendo creer– que podría hacer lo imposible: convertir su sector en un enclave, hacerlo impermeable a la lluvia de denuncias que caen, como meteoritos, sobre el Ejecutivo. Sin embargo, el escape en cámara lenta de Juan Silva –Cajamarca, 54 años, maestro– le hizo comprender, lo que en el fondo ya sabía, que uno no puede sumergirse en el fango y pretender salir libre de polvo, paja y fuga.

Cómodamente sentado, Senmache miró, de reojo, la fecha marcada en el calendario del escritorio –1 de junio– y comprobó, satisfecho, que llevaba ya diez días al mando del Ministerio del Interior. Frente a él, un café recién pasado empezaba a enfriarse. Levantó la taza y le dio un sorbo. Colocó la taza sobre el platito y decidió dar una rápida mirada a los canales de noticias: sicariato, protestas sociales, narcotráfico y todo tipo de robos y asaltos. “Alguien tiene que hacer algo”, pensó. Entonces su secretaria le avisó que ya había llegado el comandante que había mandado a llamar.

–Señor ministro Senmache –dijo el comandante, antes de tomar asiento, en el otro extremo del escritorio.

–Por favor –dijo Senmache–, no me gustan las formalidades. Con que me digas “señor ministro” es más que suficiente.

El comandante asintió con la cabeza.

–Bueno, ¿y entonces? –preguntó Senmache– ¿Qué noticias me tienes?

–La verdad que no muy buenas.

–No me digas que es sobre Juan Silva.

–Sí. Es sobre él.

El ministro del Interior dio un golpe con la mano abierta sobre el escritorio. La taza de café apenas vibró.

–Te dije que no me dijeras.

El comandante se encogió de hombros e hizo una mueca de desconcierto.

–Bueno, ya está, cuéntame –dijo Senmache.

–La Fiscalía nos pidió videovigilancia. Por eso instalamos un par de cámaras frente a su casa.

–¿Frente a mi casa?

–No, señor ministro, frente a la casa de Silva.

–¿Y qué pasó?

–No sabemos. Parece que se fugó.

–¿Y las cámaras no grabaron nada?

–Ni idea. Se las llevó también.

Senmache movió la cabeza a ambos lados. Luego cogió la taza de café y la acercó a sus labios.

–Esto no puede ser –dijo antes de beber otro sorbo.

–Pero no se preocupe, lo estamos buscando por todos lados.

Volvió a levantar la taza, bebió de ella y, de golpe, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no atorarse, para no devolver el líquido. Y es que acababa de ver en la televisión –ubicada a espaldas del comandante– al exministro Silva, con su rostro imperturbable, ausente de riego sanguíneo, iniciando una entrevista.

–¿Qué pasa, señor ministro?

–Voltea –dijo señalando el televisor-. Mira quién está ahí.

El comandante volteó y se quedó unos segundos sin hablar.

–¿Sabes quién es él? –preguntó Senmache.

–Claro, es un periodista conocido.

–Ya, pero te hablo del otro, del que están entrevistando. ¿No sabes quién es?

–Mmm, pues no.

El ministro del Interior se incorporó del asiento, se inclinó hacia adelante, casi por encima del escritorio y volvió a señalar el televisor.

–Ahí aparece su nombre –dijo Senmache–. Lee las letras de abajo.

–Juan Silva.

–Debe ser un homónimo.

–Puede ser, pero a mí no me importan sus preferencias sexuales.

Seis de junio. Senmache estaba de pie, junto a la inmensa ventana de su despacho presidencial. Desde el cuarto piso del Ministerio del Interior, observaba el patio, la playa de estacionamiento y la entrada principal. Desde ahí volteó y se quedó mirando a quien estaba sentado, al otro lado del escritorio.

–Comandante, espero que ahora me tenga mejores noticias.

–Ni tanto, señor ministro. Es otra vez sobre Silva. Resulta que…

–Espere, espere. Primero déjeme sentarme –dijo Senmache, mientras se dejaba caer sobre la silla–. Ya, cuéntame. ¿Capturaron a Silva?

–No, todavía. Pero tenemos novedades.

–Dígame.

–Silva he pedido que le quitemos la seguridad policial que le veníamos dando.

–¿Seguridad policial?

–Claro, como ha sido ministro le asignamos un par de policías como resguardo.

El ministro del Interior se pasó la mano por la frente.

–No entiendo. Usted me dijo el otro día que la Policía no sabía dónde estaba Silva.

–Así es.

–Y ahora me dice que Silva hasta hoy tenía resguardo policial.

–Eso es verdad.

–Pero entonces sí sabían dónde estaba Silva.

–Los que lo resguardan sí, pero la Policía no.

Senmache retrocedió y volvió a tomar asiento. Empezó a tamborilear sobre el borde del escritorio, mientras su mirada adquiría un halo de sabiduría.

–Ustedes no quieren ubicar a Silva, ¿no? –preguntó el ministro.

–Lo que no queremos es capturarlo –respondió el comandante y, en seguida, se arrepintió. Tuvo la misma sensación de quien lanza una piedra y, en vano, quiere detenerla.

–No entiendo –dijo Senmache– ¿por qué no lo quieren capturar?

El comandante respiró profundo y luego, como si estuvieran en un lugar público, miró a ambos lados. Luego se inclinó levemente hacia adelante.

–¿Puedo ser totalmente sincero con usted?

–Claro, comandante, dígame.

–Mire, señor ministro. Mientras Castillo siga en el poder, a nadie le conviene que capturemos a Silva.

–Pero yo lo respaldo.

–¿Y quién lo respalda a usted?

Senmache cogió la taza de café, pero la dejó sin levantarla.

–En resumen, la Policía no quiere capturar a Silva.

–Bueno, al menos no los que deberían haberlo hecho.

–En ese caso estamos fregados.

–¿Por qué?

–Porque si digo que Silva se fugó por mi culpa, van a querer que renuncie y si digo que la responsabilidad es de la Policía, también van querer que renuncie.

–En ese caso el que está fregado es usted.

Días después, el 10 de junio, Senmache acudió al Congreso de la República. El titular del sector Interior llegó hasta el Palacio Legislativo para comparecer ante la Comisión de Fiscalización y asegurar, sin rubor alguno, que la Policía actuó correctamente. A la salida, una nube de reporteros lo esperaba.

–Señor ministro –intervino uno de ellos, ¿usted es el responsable político?

–No, yo soy el irresponsable político.

–¿Qué quiere decir?

–Que yo no tengo culpa alguna.

–Señor ministro –dijo una periodista–. Piénselo bien. Quizá sí le convenga presentar su renuncia. Después de todo está siendo parte de un gobierno lleno de corrupción.

–Por favor, no repitas esa maldita palabra.

–¿Corrupción?

–No –dijo Senmache–, renuncia.