"A varios kilómetros de Palacio de Gobierno, en un espacio mucho más reducido y menos acogedor que el despacho presidencial, un hombre estaba escribiendo una carta. La misiva estaba dirigida al pueblo peruano".
"A varios kilómetros de Palacio de Gobierno, en un espacio mucho más reducido y menos acogedor que el despacho presidencial, un hombre estaba escribiendo una carta. La misiva estaba dirigida al pueblo peruano".

En el despacho presidencial, la presidenta repasaba, uno a uno, los informes que diferentes sectores del Estado redactaban sobre la situación del país. Todo era tan cambiante que, la mayoría de las veces, la información ya había caducado antes de llegar a su escritorio.


-Señora presidenta, me mandó a llamar -dijo el premier Alberto Otárola, apenas ingresó.


Dina Boluarte dejó a un lado los informes y apoyó su espalda contra el respaldar de la silla, mientras su pierna derecha, nerviosa, parecía moverse por voluntad propia.


-Sí, Alberto. Te mandé llamar porque estoy muy preocupada. Las protestas no cesan. Yo ya no sé qué más hacer. Y encima todos me siguen echando la culpa.

-Usted no tiene la culpa de nada. Al contrario, lo que ha hecho es su obligación. Usted representa al Estado y ha hecho bien en pedir a las fuerzas del orden que impongan la autoridad.


Boluarte asintió con la cabeza, mientras sus ojos se movían de un lado a otro.


-Sí, tienes razón. Todo el Perú depende de mí.

-Y Puno también.

-Sí, Alberto, ya lo sé. Puno también.


Otárola le lanzó una sonrisa conciliadora, pero Boluarte no acusó recibo. Luego, de pronto, la mirada de la presidenta se tornó reflexiva.


-Pese a todo lo que me dices -dijo Boluarte-, creo que una forma de bajar la presión a la protesta es la renuncia. Es una idea que no puedo descartar.

-Descártela, señora presidenta; tiene que descartarla. Si usted renuncia, no se imagina la desazón y la inestabilidad que va a generar.

-¿En el país?

-No, en mi casa.


Boluarte estiró el cuello hacia adelante.


-¿Cómo dices?

-Quiero decir que sería un golpe en mi casa, en la suya, en todas las casas del país. Si usted renuncia, sería ceder ante la violencia, ante el caos.


La presidenta volvió a asentir. Entonces se enderezó y se puso de pie. Dio unos pasos. Luego, se detuvo, dio media vuelta y regresó sobre sus pasos.


-¿Sabes qué es lo peor? -preguntó retóricamente-. Ni siquiera tenemos un interlocutor válido al frente. Si al menos tuviéramos a alguien con quién dialogar. Alguien que nos pueda garantizar que, si llegamos a un acuerdo con él, las protestas cesen.

-Bueno, eso no es del todo cierto.

-¿Me estás contradiciendo?

-No, solo estoy diciendo lo contrario a lo que acaba de decir.

-Ah, bueno.

-Mire, sí hay una persona con la que podríamos dialogar.

-Dime, ¿tú crees que pueda ayudarnos a detener la protesta?

-Es posible.

-Que no se hable más. Tráiganlo.


A varios kilómetros de Palacio de Gobierno, en un espacio mucho más reducido y menos acogedor que el despacho presidencial, un hombre estaba escribiendo una carta. La misiva estaba dirigida al pueblo peruano, al que instaba a que no cese en la lucha, mucho menos en su intento de sacarlo de prisión. De súbito, se sintió inspirado. Levantó el lapicero y, cuando iba a retomar la escritura, la voz del guardia atravesó sus oídos y se incrustó en algún lugar de la cabeza.


-Señor, tiene visita.

-¿Tiene que ser ahora? -preguntó, fastidiado.

-Sí -respondió otra voz-. Es urgente.


El hombre se levantó de la silla y se apartó de la mesa. Dejó el lápiz junto al papel y se asomó para corroborar si la voz distinta era de quien se imaginaba. Una sonrisa de satisfacción brotó cuando, tal como había adivinado, vio que en la entrada, junto al guardia, el premier pugnaba por verlo.

Ni bien el hombre ingresó al despacho presidencial, Boluarte abrió los ojos, enormes, como si de golpe hiciera esfuerzos por ampliar su campo visual. El recién llegado dio unos pasos y se detuvo a contemplar el lugar.


-Veo que no has hecho muchos cambios -dijo antes de saludar.

-Hola, Pedro -le dijo y le extendió la mano.

-Hola, Dina -dijo y le correspondió el saludo.


Una vez sentados, Boluarte se reacomodó en el asiento y carraspeó para aclarar la voz.


-Pedro, como ya te habrá contado Otárola, necesitamos tu ayuda.

-Lo sé. Quieren que le pida a la gente que deje de protestar.

-Que protesten lo que quieran, pero que dejen de destruir al país. Ya demasiada sangre se ha derramado. ¿Podrás hacerlo? ¿La gente te escuchará?

-Claro, si no, ¿cómo crees que empezó todo esto? Yo les pedí que salgan a las calles por mí.

-Entonces nos vas a ayudar.


El expresidente empezó a frotarse el bigote recién estrenado. En ese instante, un brillo apareció en sus ojos. Boluarte lo advirtió.


-¿Quieres algo a cambio?

-Claro que quiero algo a cambio. La libertad.

-¿Y no prefieres Cajamarca, tu tierra?


Castillo negó con la cabeza.


-Dina, yo quiero salir de la cárcel. Quiero ser libre.

-Está bien. Veré cómo hago. Todo sea por el bien del país.

-Una cosa más. Quiero volver a la Presidencia.

-Y yo quiero volver a ser joven, pero no se puede.


El expresidente volvió a acariciar su bigote. Se tomó unos segundos más hasta que volvió a hablar.


-No lo voy a hacer.

-Pero, Pedro, comprende. Tú diste un golpe de Estado. Todo el país te vio en la televisión y en el Congreso te vacaron. Ya no vas a volver a ser presidente.


El rostro de Castillo se apagó repentinamente.


-Sí, lo sé.

-¿Y entonces?

-Cuando te digo que no lo voy a hacer, me refiero a que, aunque quisiera, no podría hacer que la protesta termine.

-Pero tú le dijiste a Otárola que sí podías. Tú le dijiste que…

-Sí, Dina, yo sé qué le dije, pero la verdad es que no puedo.

-¿No puedes o no quieres?

-Mírame, ¿tú crees que alguien va a dejar de protestar solo porque yo se lo diga?


Boluarte lo miró, lo contempló unos segundos.


-¿Y entonces por qué aceptaste venir hasta acá?

-¿Y qué querías? Hace tiempo que no salgo. Además, me daba curiosidad ver si habías cambiado mucho el despacho. Ya veo que no.


Horas más tarde, Boluarte se encontraba revisando nuevos informes. La secretaría anunció, otra vez, la llegada del premier.


-Señora presidenta, puede parecer una medida desesperada, pero ahora sí tengo a un interlocutor válido. Estoy tan seguro que ya lo he traído. Está en el recibidor, esperando.

-Que pase entonces.


El hombre entró en el despacho presidencial. Saludó desde lejos a la presidenta y, sin que nadie le invitara a hacerlo, tomó asiento.


-¿Sabe para qué está aquí? -preguntó Boluarte, todavía sorprendida de verlo.

-Sí, pero antes, déjeme hacerle una pregunta a usted, que es de izquierda.

-Dígame.

-¿Usted sabía que lo mejor que ha dado la izquierda ha sido Sendero Luminoso?


Una sonrisa nerviosa apareció en el rostro de la presidenta y se quedó así, quieta, congelada. Y, mientras Antauro Humala se puso de pie y siguió hablando sin parar, como un poseído, Boluarte, poco a poco, empezó a llorar.