La distancia entre el despacho del premier y el de la presidenta, ambos ubicados en Palacio de Gobierno, es aproximadamente de 120 metros y se recorre, en un andar pausado, con pasos de autoridad, en cinco minutos bien cronometrados. El miércoles de la semana pasada, Gustavo Adrianzén, el todavía presidente del Consejo de Ministros, hizo el recorrido en apenas dos. Los trabajadores de limpieza, los miembros de seguridad y los pocos funcionarios que lo vieron pasar, casi correr, no solo sintieron su jadeo, su respiración urgente, sino que intuyeron, con razón, que algo fuera de lo común estaba pasando.
El premier solo detuvo su andar de velocista al ver que, casi llegando a la puerta del despacho, la secretaria de la presidenta había salido a su encuentro.
—¿Qué pasa? —le preguntó sin siquiera saludarla—. ¿Por qué la extrema urgencia? Se trata de la presidenta, ¿verdad?
La secretaria movió la cabeza en señal de afirmación.
—¿Qué pasa con ella?
La mirada de la secretaria adquirió un aire de incertidumbre. Luego, antes de responder, miró por sobre el hombro del premier, como para asegurar que nadie más los podía escuchar.
—No quiere salir del despacho.
Los hombros de Adrianzén cayeron. Su rostro perdió gravedad.
—No entiendo. Dices que la presidenta no quiere salir del despacho.
—Eso mismo.
—¿Y para eso me has llamado?
—Es que usted no me entiende, doctor.
—¿Qué es lo que no entiendo?
La secretaria agachó la cabeza. Luego, hizo un gesto de desagrado, se reacomodó en el sillón y volvió a levantar la mirada.
—Mire, hace unos minutos entré al despacho presidencial para entregarle un documento que me había pedido. Apenas cerré la puerta, me quedé parada esperando que me llame con la mano, como siempre lo hace. ¿Me entiende? Pero no hizo ni dijo nada. Hasta llegué a pensar que se había quedado dormida. Tampoco sería la primera vez que la encuentro así, pero no. No estaba dormida. Estaba despierta. Lo sé porque como no me decía nada, me acerqué más y vi que sus ojos estaban bien abiertos, solo que apuntaban al techo. Yo también miré al techo para ver qué estaba viendo, pero no estaba viendo nada. Parecía más bien que la hubieran encantado, ya sabe, como en el cuento ese donde una bruja encantó a no sé quién. La cosa es que me acerqué más y le dije: “Presidenta”. Se lo dije una, dos, tres veces, pero ella seguía en trance. Luego volví a llamarla así, pero esta vez más fuerte y dándole toquecitos al hombro. Pero ella seguía igual. Ya estaba por llamar a los médicos cuando, de pronto, la presidenta reacciona, baja la mirada y me pregunta qué hacía ahí. Yo le explico, le dejo el documento sobre el escritorio, pero ella parece no entender nada de lo que le decía. Hasta que, de pronto, me preguntó si sabía cuánta gente aprobaba su gestión. ¿Se imagina esa pregunta? Felizmente, no tuve que responder nada porque ella misma se respondió. “Nadie”, me dijo, “Ni los empresarios, ni el pueblo, ni la prensa, ni nadie”. Yo le dije, no, presidenta, no exagere, seguro no faltaría alguien por ahí que sí aprueba su gestión, pero ella insistía que no, que no y que no. Entonces, al toque, como si le hubieran hincado con algo, se puso de pie. Ahí fue cuando me dijo que cancele toda su agenda. Le pregunté si toda la agenda del día y me dijo que no solamente la agenda del día sino la de todos los días. ¿Se imagina ese momento? Y ahí le pregunté si tampoco iba a ir a CADE y me dijo que no, que tampoco iba a ir ni a CADE ni a ningún otro evento. “No voy a salir nunca más de este despacho”, me dijo y encima me pidió que avise a la prensa, que le diga a esos malagradecidos, así me dijo ella, que les diga que nunca más iba a darles ninguna declaración ni entrevista porque no iba a volver a salir del despacho hasta que termine su mandato. ¿Se da cuenta de las cosas que estaba diciendo? En ese momento aproveché que había vuelto a quedarse en silencio y salí del despacho. Y cómo no sabía qué hacer lo llamé a usted.
Apenas la secretaria terminó de hablar, Adrianzén sintió una enorme y repentina pesadez en la parte de atrás de la cabeza, como si los huesos de la nuca se hubieran vuelto de cemento. Ahora él mismo parecía haber quedado en trance.
—Doctor, ¿entonces qué hacemos?
El premier la quedó mirando sin atinar a darle alguna respuesta. En su mente, en tanto, vislumbraba un futuro inmediato nada auspicioso: escándalo mediático, vacancia presidencial, desempleo inmediato. Apretó los puños y los dientes mientras recriminaba, siempre en silencio, el débil carácter de la presidenta.
—¿Por qué no entra y habla con ella? —pregunta la secretaria.
—¿Usted cree que me deje entrar?
—Ella dijo que no iba a salir del despacho, pero no dijo nada sobre dejar que alguien entre.
Ni bien Adrianzén hizo su ingreso, la presidenta, que estaba sentada detrás del escritorio, se levantó y dio unos pasos hacia él.
—Gustavo, pasa, justo contigo quería hablar.
—Dígame, señora presidenta, ¿en qué le puedo servir?
—He estado pensando mucho. En un momento creí que si nadie me quería lo mejor era no volver a salir de este despacho, pero me equivoqué. No puedo vivir así, escondida solo porque la gente no me quiere.
—En eso tiene razón, señora presidenta.
—¿En que la gente no me quiere? No tienes que recordármelo tampoco.
—No, no —se apresuró Adrianzén—, me refiero a que tiene razón en que usted no puede esconderse como si hubiera hecho algo malo.
—Exacto. Yo no he hecho nada malo. Por eso he tomado una decisión. Voy a renunciar.
El premier mantuvo la sonrisa congelada, aun cuando por dentro el temple se le desmoronaba rápidamente.
—¿Le parece si conversamos sobre eso?
—Puedes decirme lo que quieras, Gustavo —aseguró la presidenta—, pero la decisión ya está tomada.
Tres horas y media después, el premier salió del despacho. En seguida, la secretaria, que había estado esperando todo ese tiempo con el alma en vilo, se acercó a él.
—¿Y, doctor? ¿Qué pasó?
Adrianzén suspiró y liberó una sonrisa.
—No te preocupes. No solo le quité la idea de no salir del despacho, también la convencí de no renunciar.
—¿Iba a renunciar?
—Sí, pero lo importante es que la dejé tranquila y con los ánimos a tope.
—¡Qué bueno! —dijo y luego, de súbito, una duda ensombreció su rostro—. Doctor, ¿sabe si la presidenta llegó a ver el documento que le dejé?
—Sí, justo lo estaba empezando a leer cuando la dejé. ¿Por qué? ¿Qué datos tiene? ¿Los últimos datos sobre CADE?
—No —respondió la secretaria con voz moribunda, como si estuviera sin aire— los últimos datos sobre la aprobación presidencial.