(Foto: @photo.gec)
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Un aire a flores muertas invade el despacho municipal. Sin embargo, Jorge Muñoz, con la mirada extraviada y la cabeza apoyada contra el respaldar de la silla, no lo percibe, como si el olor se diluyera antes de llegar a él. En cambio, empieza a sentir un lejano, impreciso y quizá injusto hincón en la nuca. “Esos son los nervios, el estrés”, le había dicho el doctor el año pasado, cuando el ahora exalcalde de Lima se enteró por primera vez de que querían vacarlo. Hoy, que el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) había ratificado –oleado y sacramentado– su vacancia, el dolor vuelve a arreciar.

Fiel a una costumbre que había adquirido en los tiempos de la alcaldía de Miraflores, Muñoz convocó a sus dos asistentes más cercanos, Alberto y Lourdes. Cuando una nube gris se cernía sobre su gestión, los tres se reunían para proyectar los escenarios, discutir las posibilidades, vislumbrar las salidas.

-A ver, resolvamos esto -dice, luego mirando a Alberto agregó-. ¿Qué dices? ¿Puedo librarme de la vacancia?

-Sí, yo creo que sí.

-Excelente.

-Es cuestión de que se decida a trabajar un poco. Pero, ¿por qué la pregunta? ¿Quién le ha dicho vago? Seguro que la gente de Lezcano.

-¡Vacancia! ¡Te pregunto por la vacancia que me han impuesto!

Alberto sufre un devaneo.

-Perdone, señor alcalde. Me confundí.

-¿Y entonces? -pregunta Muñoz-. ¿Puedo o no puedo salvarme de la vacancia?

-La vacancia es injusta.

-Eso ya lo sé, te pregunto si hay alguna salida.

Alberto queda pensativo unos segundos. Hace un puchero antes de continuar.

-Siempre hay una salida.

-¿Podemos apelar entonces?

-Siempre se puede apelar.

Un fuerte hincón hace que Muñoz mueva de pronto la cabeza hacia atrás, como si una mano invisible le hubiera jalado el cabello.

-Carajo, Alberto. ¿Qué eres? ¿Un eco?

-¿Un eco?

Muñoz se reacomoda en su asiento.

-A ver, si no vas a decir algo que tenga sentido, mejor no digas nada.

Alberto reprime lo primero que se le viene a la cabeza. Está confundido. Nunca antes se habían enfrentado a una vacancia.

-Bueno, señor alcalde -dice Alberto-. Mire el lado bueno. Cuando lo critiquen porque no hizo grandes obras, podrá echarle la culpa a la vacancia.

-¿Dices que no he hecho grandes obras?

-No, nos salgamos del tema -interviene Lourdes.

Muñoz le quita la mirada a Alberto.

-A ver, Lourdes, ¿tú qué opinas?

-¿Sobre qué?

-¡Sobre la vacancia!

-Ah sí, claro. Yo voy a ser directa con usted. Va a tener que dejar la alcaldía.

-Claro, cuando acabe mi mandato.

-No, ahora mismo. Lamento decirle, pero el fallo del JNE es inapelable.

-¿Dijiste inaceptable?

-No, inapelable. En verdad no hay nada qué hacer al respecto.

-¿Y si vamos al Poder Judicial? -piensa Alberto en voz alta-. Quizá si logramos una medida cautelar, ganemos tiempo.

-¿Eso es posible? -pregunta Muñoz mirando a Lourdes.

-De ninguna manera.

-A ver, Alberto, ¿te molestaría mucho pensar antes de hablar? ¿Podrías decir algo que tenga sentido?

Alberto suspira. Trata de recordar hasta dónde llega su trabajo, y hasta dónde su paciencia.

-Olvídese de la alcaldía. Está jodido -dice Alberto-. Está completamente jodido.

Muñoz se coge la parte de atrás de la cabeza. Luego empieza a girar la cabeza, una y otra vez. Mientras tanto, Lourdes mira alarmada a Alberto. En todos los años que han trabajado con Muñoz nunca antes nadie le había hablado así.

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-Señor alcalde, disculpe -dice Alberto, poniéndose de pie-. Me excedí. No debí decir lo que dije.

Con un movimiento de mano, Muñoz le pide que se vuelva a sentar.

-No te preocupes, Alberto. Tienes razón. Estoy jodido. Y no es culpa de ustedes.

-Claro que no es culpa nuestra -interviene Lourdes.

-No puedo creer que el JNE me haya vacado solo por sumarme al directorio de Sedapal.

-Ahí está -dice Alberto-. La culpa es de Sedapal.

-Eso es. La culpa es de Sedapal -dice Muñoz-. Todo el problema del agua en San Juan de Lurigancho fue parte de una conspiración.

-Yo no creo que la culpa sea de Sedapal -dice Lourdes.

-Tienes razón, pero si está clarito -dice Alberto-, la culpa es del JNE.

-Claro, la conspiración viene de ellos -dice Muñoz.

-No necesariamente -dice Lourdes.

-¿Entonces? -pregunta Alberto-. No me digas que la culpa es de San Juan de Lurigancho...

-No me refería a ellos -dice Lourdes.

-¿Y si detrás de todo, está el gobierno? -interviene Alberto-. Después de todo usted ha sido muy crítico de ellos.

-Tiene sentido -dice Muñoz-. Puede haber sido la gente de Castillo.

-Todo eso es posible, pero quizá haya otra explicación -dice Lourdes.

-¿Cuál? -pregunta Muñoz-. ¿Cuál sería esa explicación?

Lourdes espera unos segundos antes de hablar. Mientras tanto, Muñoz y Alberto la miran, expectantes.

-Quizá simplemente fue un descuido general.

-¿Un descuido general? -pregunta Muñoz.

-Sí, es decir, en primer lugar, usted debió pensar que, al ser parte del directorio de Sedapal, le iban a pagar unas dietas.

-Pero yo las devolví.

-Sí, pero el pago ya estaba hecho.

Muñoz vuelve a tomarse la nuca y hace presión.

-Pero el departamento legal también debió advertirle -continuó Lourdes.

-Sí, pues -dice Muñoz-. ¿Cómo no lo pensé antes? Ellos son los culpables. Los voy a despedir a todos.

Alberto y Lourdes intercambian miradas. Ambos conocen a todos los abogados de ese departamento.

-Vamos, señor alcalde -dice Lourdes-. Es culpa de todos, o sea, de nadie.

Media hora después, Muñoz vuelve a estar solo en su despacho. Su secretaria le ha traído un par de pastillas y él se ha tomado las dos. El sopor de la tarde y el efecto del medicamento lo empiezan a invadir y, como si se fuera quedando sin energía, se va debilitando hasta caer de bruces en el pantano de la inconsciencia. Entonces, sueña que sale decidido, primero del despacho y después del palacio municipal, hasta alcanzar la Plaza de Armas. Ahí se encarama en una de las bancas y encadena, una tras otra, frases en torno a la injusticia de su vacancia, pero son frases tan revulsivas, tan flamígeras que cientos, miles de personas empiezan a acercarse a escucharlo, a hacerle vivas, a decirle “estamos contigo, colorao”. Y así, liderando la masa popular, Muñoz empieza a marchar por varias cuadras hasta llegar a la sede central del JNE. Ahí, las autoridades electorales, ante la irrefutable prueba de respaldo vecinal, y según las leyes del pueblo, no tienen otro camino que restituirlo en su cargo y, ante el clamor de la ciudad, darle, además, cuatro años más de gestión. Regístrese, comuníquese, publíquese y… despiértese.

Sin embargo, cuando abrió los ojos, la vacancia, obstinada, porfiada y absurda, seguía ahí.

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